Me estaba abrochando los zapatos, con las manos temblorosas, cuando mi celular vibró sobre la cama, era un número desconocido, un mensaje corto, casi un susurro digital.
"Sofía, soy Miguel, no vayas al examen, es una trampa".
Mi respiración se detuvo, leí el mensaje una y otra vez, las palabras no cambiaban, Miguel, mi hermano, mi Miguel, desaparecido hace tres años, dado por muerto por todos, menos por mí.
Sentí un golpe en el pecho, pero no de dolor, sino de una certeza abrumadora.
Sabía que estabas vivo.
Siempre lo supe.
Todos me dijeron que lo aceptara, que Miguel se había perdido cruzando la frontera, que probablemente había muerto en el desierto, mis padres adoptivos organizaron un pequeño funeral sin cuerpo, el psicólogo al que me obligaron a ir me diagnosticó con un trauma complejo y negación.
Pero en el fondo de mi ser, en un lugar que nadie podía tocar, yo sabía que mi hermano respiraba en algún lugar.
Él nunca me dejaría sola para siempre.
Con el corazón latiéndome en los oídos, marqué el número, mi dedo se movió con una urgencia que no había sentido en años.
La respuesta fue una voz metálica y sin alma.
"El número que usted marcó no existe".
Colgué, sintiendo una ola de frustración, ¿cómo era posible? Acababa de recibir un mensaje de ese número, lo miré de nuevo, los dígitos seguían ahí, burlándose de mí.
¿Era una broma? ¿Una broma cruel de alguien que conocía mi historia?
Pero la sensación en mi estómago me decía que no, era él, de alguna manera, era él.
"¡Sofía! ¡Se te va a hacer tarde! ¡Javier ya está en el coche!".
La voz de Elena subió por las escaleras, afilada e impaciente.
Me metí el teléfono en el bolsillo del pantalón, mi mente era un torbellino, ¿una trampa? ¿Qué tipo de trampa podía ser un examen de ciudadanía? Era un trámite burocrático, aburrido, pero no peligroso.
A menos que...
A menos que el examen no fuera el verdadero objetivo.
Justo cuando agarraba mi mochila, el teléfono vibró de nuevo, era el mismo número.
"NO VAYAS, CORRE".
Las letras en mayúsculas gritaban desde la pantalla, el pánico, frío y real, se apoderó de mí, esto no era una broma, esto era una advertencia seria.
Bajé las escaleras lentamente, cada escalón se sentía como un paso hacia un precipicio.
Elena me esperaba al final, con los brazos cruzados y una expresión de desaprobación.
"¿Qué te pasa? Pareces un fantasma".
"Me... me duele el estómago", dije, forzando la voz a sonar débil.
Me doblé ligeramente, llevándome una mano al abdomen, era la única excusa que se me ocurrió en ese instante.
Elena frunció el ceño, su mirada no contenía ni una pizca de simpatía, solo molestia.
"No empieces con tus dramas, Sofía, hoy es el día más importante, no puedes fallar ahora".
Javier entró desde la puerta principal, su rostro era una máscara de impaciencia.
"¿Todavía no está lista? Vamos a llegar tarde".
"Dice que le duele el estómago", dijo Elena con un tono que dejaba claro que no me creía.
Javier me miró fijamente, sus ojos oscuros me analizaron sin calidez alguna.
"Sofía, hemos invertido demasiado tiempo y dinero en esto, no vas a arruinarlo por un simple dolor de estómago, tómate una pastilla y vámonos".
Su voz era tranquila, pero tenía un filo de acero, una orden disfrazada de sugerencia.
"Es que... es que es muy fuerte", insistí, apretando más mi abdomen, "creo que voy a vomitar".
Sabía que estaba jugando con fuego, ellos odiaban cualquier cosa que interrumpiera sus planes, cualquier muestra de debilidad o desobediencia.
La cara de Javier se endureció, dio un paso hacia mí.
"Suficiente", dijo, su voz bajó a un murmullo amenazante, "vas a ir a ese examen, aunque tenga que llevarte arrastrando, ¿entendiste?".
La presión en la habitación se volvió insoportable.
Estaba atrapada.