Elena siguió mi dedo, su expresión se tensó por un segundo, una microexpresión de pánico que desapareció tan rápido como apareció, luego forzó una sonrisa.
"Oh, qué coincidencia".
Ricardo debió oír mi grito, porque se giró.
Sus ojos se abrieron de par en par al vernos, se levantó de la silla y se acercó al coche.
"¡Sofía! ¡Qué sorpresa!", dijo, sonriendo.
Tocó la ventanilla.
Javier no tuvo más remedio que bajarla.
"Ricardo, qué gusto verte", dijo Elena con su falsa amabilidad.
"Igualmente, señora Elena, señor Javier, Sofía, ¿a dónde van tan temprano?".
"Vamos al examen de ciudadanía de Sofía", respondió Javier, con un tono que no invitaba a más conversación.
La luz del semáforo cambió a verde.
"Bueno, mucha suerte, Sofi", dijo Ricardo, "luego me llamas y me cuentas cómo te fue".
Se alejó del coche.
Javier empezó a acelerar.
No.
No podía dejarlo ir.
Tenía que hacer algo.
En un acto de desesperación, empecé a toser, una tos falsa, ruidosa y exagerada.
"¡Agua!", jadeé, "necesito agua, me ahogo".
Elena me miró con fastidio, pero la presencia de Ricardo, que se había detenido en la acera al oír mis toses, la obligó a actuar.
"Javier, para un momento, por favor".
Javier detuvo el coche a un lado de la calle, a pocos metros de la cafetería, con un bufido de impaciencia.
"Voy a comprarte una botella de agua", dijo Elena, "pero te apuras, no tenemos tiempo para esto".
Se bajó del coche y caminó hacia la cafetería.
Era mi oportunidad.
Miré a Ricardo, que nos observaba con preocupación.
Nuestros ojos se encontraron, desesperadamente, intenté comunicarle mi pánico, mi necesidad de ayuda.
Parpadeé dos veces, muy rápido, una vieja señal que teníamos con Miguel para indicar peligro.
Ricardo frunció el ceño ligeramente, pareció entender.
Se acercó de nuevo al coche, esta vez por el lado de Javier.
"Señor Javier, disculpe la molestia, pero acabo de ver que tiene una llanta muy baja, creo que es peligroso que sigan así".
Javier maldijo por lo bajo y abrió la puerta para salir a comprobarlo.
"No le veo nada", dijo irritado.
"Está del otro lado, déjeme le enseño", insistió Ricardo, llevándoselo hacia la parte trasera del coche.
Era ahora o nunca.
Con Javier distraído y Elena dentro de la cafetería, abrí la puerta del coche y salí corriendo.
Corrí sin mirar atrás, mi único pensamiento era alejarme de ellos.
Escuché a Javier gritar mi nombre, una mezcla de sorpresa y furia.
Pero no me detuve.
Doblé la esquina y me escondí detrás de un contenedor de basura, con el corazón a punto de salírseme del pecho.
Escuché el sonido de un coche acelerando, alejándose.
¿Se habían ido? ¿Me habían dejado?
Una mano se posó en mi hombro.
Grité y me giré, lista para pelear.
Era Ricardo.
"Tranquila, soy yo", dijo en voz baja, "se fueron".
Lo abracé con todas mis fuerzas, temblando.
"Ricardo, tienes que ayudarme, ellos no son mis padres".
Saqué mi teléfono, necesitaba mostrarle los mensajes, necesitaba que me creyera.
Pero justo en ese momento, el teléfono vibró en mi mano.
Un nuevo mensaje.
Del mismo número.
"NO CONFÍES EN RICARDO, TAMBIÉN ES PARTE DE LA TRAMPA".
Levanté la vista lentamente, el alivio que había sentido se convirtió en un hielo que me congeló por dentro.
La sonrisa amable de Ricardo había desaparecido.
En su lugar, había una expresión fría, calculadora, una mirada que nunca antes había visto en él.
La misma mirada vacía que había visto en los ojos de Elena y Javier.
Y detrás de él, el coche negro que se había alejado, ahora regresaba lentamente, como un depredador que acorrala a su presa.