El olor a masa de maíz y a hojas de plátano calientes se pegaba a mi ropa, a mi piel, a mi alma, era el aroma de mi trabajo, de mi vida. Me quité el delantal, cansada después de un día de vender tamales bajo el sol, y caminé hacia la pequeña casa que compartía con mi esposo, Jorge, y nuestro hijo, Pedrito. Mis manos estaban ásperas por el trabajo, pero mi corazón estaba lleno, pensando en darles lo mejor.
Al acercarme a la ventana de la sala, escuché voces adentro, una risa que no era la de mi hijo. Era la de Esmeralda, mi "mejor amiga".
Me detuve, con una extraña sensación en el pecho, algo no estaba bien, así que me pegué a la pared, justo debajo de la ventana abierta para poder escuchar mejor.
"Ya no soporto que esta casa huela a tamal todo el tiempo, Jorge", decía la voz melosa de Esmeralda. "Cuando nos casemos, quiero una casa grande, con jardín, y que nadie sepa que vienes de... esto".
Sentí que el aire me faltaba, mi mente se quedó en blanco por un segundo.
"Paciencia, mi amor", respondió Jorge, su voz llena de una ambición que yo conocía muy bien. "Falta poco, una vez que nos deshagamos de Xochitl, todo será diferente, mi nuevo puesto en la constructora de tu padre nos dará la vida que merecemos, lejos de esta miseria y de su olor a pueblo".
Mi miseria, mi olor a pueblo, el trabajo que pagaba la comida en su plato y la ropa en su espalda. Las palabras eran un golpe directo al estómago, sentí náuseas, un frío que me recorrió todo el cuerpo a pesar del calor de la tarde.
"¿Y qué hay de Pedrito?", preguntó Esmeralda.
"Él ya sabe que tú serás su nueva mamá", la voz de mi hijo, Pedrito, resonó con una crueldad que no correspondía a sus ocho años. "Mi mamá Xochitl huele feo a masa, tú hueles a perfume caro, Esmeralda, quiero que tú seas mi mamá".
Mi corazón se partió en mil pedazos, mi propio hijo, mi Pedrito, el niño que había acunado en mis brazos, ahora me despreciaba, repitiendo las crueles palabras de su padre.
"Ves, hasta el niño es más listo", se burló Jorge. "Él entiende que el futuro está contigo, Esmeralda, no con una vendedora ambulante que nos avergüenza a cada paso".
Escuché un suspiro, era la madre de Jorge, mi suegra, que estaba con ellos.
"Hijo, ¿estás seguro de esto?", preguntó ella con una voz débil. "Xochitl ha sido buena esposa, trabaja mucho...".
"Mamá, por favor", la interrumpió Jorge con impaciencia. "Buena para servir, para trabajar como burro, pero no para darme el estatus que necesito, Esmeralda sí puede, su familia tiene el dinero y las conexiones, ¿quieres que tu nieto crezca vendiendo tamales o que sea un señorito de la capital?".
Hubo un silencio largo y pesado, solo roto por el suspiro de resignación de mi suegra.
"Está bien, hijo, si es por tu bien y el de mi nieto... haz lo que tengas que hacer".
La traición era total, no solo mi esposo y mi mejor amiga, sino también mi hijo y la mujer que yo consideraba mi segunda madre. Todos estaban en mi contra, planeando mi ruina a mis espaldas. Me tapé la boca para no gritar, las lágrimas corrían por mis mejillas, pero no eran lágrimas de tristeza, eran de rabia. Me alejé de la ventana, temblando, el mundo que conocía se había derrumbado en unos pocos minutos, pero debajo de los escombros, una nueva Xochitl estaba naciendo, una que no se dejaría pisotear, una que lucharía por su dignidad. La vendedora de tamales había muerto esa tarde, y en su lugar, una guerrera se preparaba para la batalla.