Jorge se abalanzó sobre mí en cuanto crucé la puerta, su rostro estaba desfigurado por una furia fingida, sus ojos inyectados en sangre.
"¡¿Dónde estabas?!", gritó, y antes de que pudiera responder, su mano abierta se estrelló contra mi mejilla, el golpe fue tan fuerte que me hizo tambalearme y caí al suelo.
El dolor fue agudo, pero más agudo fue el desprecio que sentí por él.
"¡Te fuiste y se llevaron a mi hijo! ¡Es tu culpa! ¡Tú y tu estúpido trabajo, siempre distraída!".
Mi suegra, Doña Elvira, se unió al coro de acusaciones, se rasgaba las vestiduras y lloraba a lágrima viva.
"¡Mi nieto! ¡Se han llevado a mi Pedrito! ¡Y el dinero! ¡Se han llevado los ahorros de mi hijo! ¡Esta mujer nos ha traído la ruina!".
Los vecinos que se habían congregado en la puerta empezaron a murmurar, sus voces eran un veneno que se esparcía por el aire.
"Pobre Jorge, qué cruz le ha tocado con esa mujer".
"Siempre se le veía rara, muy callada".
"Seguro ella tuvo algo que ver, para quedarse con el dinero".
Me levanté del suelo lentamente, me toqué la mejilla hinchada y los miré a todos, uno por uno, mi mirada era fría, vacía de la emoción que ellos esperaban.
Jorge, viéndome tan serena, se enfureció aún más.
"¡Quiero el divorcio!", gritó para que todos lo oyeran. "¡No puedo seguir casado con una mujer que pierde a mi hijo y nos deja en la calle! ¡Te vas a ir con lo que llevas puesto, no te mereces nada!".
Esperaba que yo suplicara, que llorara, que me arrodillara pidiendo perdón.
Pero levanté la barbilla y lo miré directamente a los ojos, mi voz salió firme, sin un temblor.
"Está bien, Jorge".
"Nos divorciamos".
Un silencio se apoderó de la habitación, todos me miraron, sorprendidos por mi rápida aceptación, Jorge parpadeó, confundido, su guion no incluía esta parte.
"¿Qué?", tartamudeó él.
"Que acepto el divorcio", repetí con claridad. "Y en cuanto a tu hijo... tú sabes muy bien dónde está, o al menos, dónde debería estar".
Mi insinuación lo dejó pálido, por un instante, el pánico apareció en sus ojos antes de que lo ocultara con más rabia.
Doña Elvira también se quedó sin palabras, mirándome como si fuera una extraña.
"¿Crees que te será fácil?", se burló Jorge, recuperando la compostura. "¿A dónde irás? ¿Quién te va a querer? Terminarás sola y pobre, vendiendo tamales en una esquina hasta que te mueras".
"Ese es mi problema, no el tuyo", respondí, dándome la vuelta para entrar en mi cuarto y recoger la pequeña maleta que ya tenía preparada.
Ellos creían que me habían ganado, que me habían destruido, no tenían idea de que su pequeño drama era solo el prólogo de mi nueva vida, y que la verdadera función apenas estaba por comenzar.