Miro mis manos vacías y el veneno de acción lenta ya corre por mis venas, me quedan diez días de vida, quizás menos.
Hace diez días, yo era Sofía Romero, la mejor bailarina de danza folclórica de la región, la hija de un respetado líder comunitario.
Ahora, solo soy la esposa de Miguel Sandoval, el hombre que llaman "El Jefe", el mismo que ordenó la masacre de mi familia.
Me casé con él para "limpiar" el nombre de mi familia, para asegurar la "protección" de los pocos que quedaban vivos, pero todo era una farsa.
Él es mi verdugo, un monstruo que cada noche, con una sonrisa torcida, me recuerda cómo mis seres queridos cayeron uno a uno.
Me arrastra a su cama, a su infierno personal, y me susurra al oído las mismas palabras:
"Mi cartel perdió a cien hombres por tu padre, Sofía, tu padre los entregó a las autoridades como si fueran ganado."
Su aliento huele a tequila caro y a odio.
"Mi familia fue traicionada por la tuya. Así que te haré pagar. Haré de tu vida un infierno."
Y lo cumplió.
El peor día de mi vida no fue cuando mató a mi padre, ni cuando me forzó a arrodillarme sobre su tumba y jurarle lealtad.
El peor día fue cuando, con siete meses de embarazo, su otra mujer, "La Reina" Isabella, le llenó la cabeza de veneno.
"Esa niña que llevas dentro es una Romero", le dijo, "lleva la sangre de la traición, Miguel, será una amenaza para ti."
Esa noche, Miguel llegó a mi habitación con un frasco en la mano.
No me miró a los ojos.
"¡Esa bastarda de la vieja guardia, no merece vivir!" gritó, su rostro desfigurado por la rabia.
Ignoró mis súplicas, mis gritos, mis lágrimas. Me forzó a beber la droga abortiva, sujetando mi mandíbula hasta que tragué.
El dolor fue indescriptible, un fuego que me partió en dos, pero el verdadero horror vino después.
Cuando el pequeño cuerpo sin vida de mi hija salió de mí, él lo tomó sin una palabra.
Lo arrojó al patio, a los perros callejeros que merodeaban por la hacienda.
Ese día, mi corazón se hizo pedazos.
Tomé el veneno que una de las sirvientas, leal a mi padre, me consiguió.
Tengo diez días. Es todo lo que me queda.
Isabella, "La Reina", entra en mi habitación sin tocar, como si fuera la dueña de todo.
Viene a restregarme su victoria en la cara.
Me mira de arriba abajo, con una sonrisa de desprecio. Yo estoy en el suelo, hecha un ovillo, sin fuerzas para levantarme.
"Pobrecita Sofía," dice, su voz gotea falsedad. "Te ves terrible. Pero no te preocupes, yo cuidaré bien de Miguel. Alguien tiene que darle un heredero de verdad."
Lleva puesto un vestido rojo, caro, y joyas que brillan con malicia.
Se acerca y patea ligeramente una de las almohadas que tiré al suelo en mi desesperación.
"¿Sabes? Miguel me compró un collar nuevo anoche. De diamantes. Dijo que era para celebrar que nos libramos de... un problema."
Sus palabras son crueles, calculadas para herirme donde más duele.
Y lo consiguen.