La Bailarina del Jefe
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Capítulo 4

Al día siguiente, dos de sus hombres me sacan a la fuerza de mi habitación.

Me llevan a los calabozos que hay bajo la hacienda, un lugar húmedo y oscuro que huele a miedo y a desesperación.

Me empujan dentro de una celda.

En el rincón más oscuro, hay una figura encadenada a la pared.

Está tan golpeada y sucia que al principio no la reconozco.

Pero entonces, levanta la cabeza.

Y mi mundo se derrumba por segunda vez.

Es mi hermano mayor, Alejandro. El que creía que había escapado. El que mi padre me dijo que estaba a salvo en Estados Unidos.

"Alejandro..." mi voz es un susurro roto.

Corro hacia él, pero las cadenas son cortas. Solo puedo tocarle la punta de los dedos.

Está destrozado. Le han roto los huesos, su rostro es una masa de moratones y sangre seca. Uno de sus ojos está hinchado y cerrado.

"Sofía..." murmura, su voz es un graznido de dolor. "Huye... huye..."

"¿Cómo? ¿Cómo te encontraron?" sollozo, aferrándome a sus dedos fríos.

Las lágrimas me ciegan. Recuerdo la única vez que intenté escapar, hace meses. Me encontraron en menos de un día. Miguel me castigó encerrándome en esta misma celda durante una semana, sin comida, solo con agua. Me dijo que el mundo exterior ya no existía para mí.

Miguel aparece en la entrada de la celda, observando la escena con una satisfacción cruel.

"Conmovedor," dice con sarcasmo.

Me doy la vuelta y me arrastro hasta sus pies. Me arrodillo. Mi orgullo, lo único que creía que me quedaba, se hace polvo.

"Por favor, Miguel," le ruego, mi voz ahogada por el llanto. "Mátame a mí. Déjalo ir. Por favor, te lo suplico."

Él se ríe, una risa seca, sin alegría.

"¿Suplicas? ¿Tú? La orgullosa Sofía Romero, arrodillada."

Se agacha, agarra mi barbilla y me obliga a mirarlo.

"¿Y por qué debería tener piedad de él, cuando tu familia no tuvo piedad de la mía? Mi hermana pequeña tenía tu edad cuando la mataron. ¿Alguien suplicó por ella?"

Su dolor es una barrera impenetrable. Mi sufrimiento no significa nada para él.

"Por favor," repito, es la única palabra que puedo pronunciar. "Solo... solo déjale morir con dignidad. Dale un entierro."

"¿Un entierro?" repite, como si la idea fuera absurda. "Mis padres fueron quemados con el rancho. Mis primos fueron arrojados a una fosa común. Tu familia no nos concedió ni la dignidad de un adiós."

En mi desesperación, un recuerdo me asalta. Un recuerdo de antes del odio. Una tarde en la feria del pueblo, Miguel, entonces un joven tímido, me ganó un oso de peluche. Me miraba con una adoración que me hacía sentir la chica más afortunada del mundo.

¿A dónde se fue ese chico? ¿Cómo se convirtió en este monstruo?

El recuerdo me da una falsa esperanza.

"Miguel, por lo que una vez fuimos..."

Él me suelta como si mi tacto le diera asco. Su rostro es una máscara de hielo.

Se vuelve hacia uno de sus hombres.

Su voz es tranquila, pero cada palabra es un golpe mortal.

"Llévenlo al desierto. Y asegúrense de que los coyotes tengan hambre."

El grito que sale de mi garganta no parece humano. Es el sonido de un alma que se rompe para siempre.

                         

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