Sofía sabía que era otra pieza del teatro de Ricardo. Aceptó con una sonrisa cansada, permitiendo que Lucía la ayudara a elegir un vestido y la maquillara. Mientras Lucía aplicaba sombra de ojos en sus párpados, susurró:
"Tienes que lucir espectacular esta noche. Es una noche muy, muy especial."
Había un brillo triunfante en los ojos de Lucía que a Sofía le heló la sangre.
La fiesta comenzó al atardecer. El jardín estaba iluminado con hileras de luces cálidas, y los invitados, en su mayoría socios de negocios de Ricardo y figuras de la alta sociedad de la ciudad, se movían entre las mesas, con copas de champán en la mano.
Sofía, sentada en su silla de ruedas en el centro de todo, se sentía como una pieza de exposición. La gente se acercaba a ella con sonrisas compasivas y comentarios vacíos.
"¡Sofía, querida, te ves maravillosa! La adversidad realmente te ha hecho más fuerte."
"Ricardo es un santo. No todos los hombres se quedarían al lado de su mujer en una situación como esta."
Cada palabra era una bofetada. Ellos veían a una víctima valiente y a un héroe abnegado. Ella veía a una prisionera y a su carcelero, sonriendo para la multitud. Lucía revoloteaba por la fiesta, siempre cerca de Ricardo, actuando como la anfitriona perfecta, asegurándose de que todos tuvieran bebidas, siempre con una mano posesiva en el brazo o la espalda de Ricardo.
El punto culminante de la noche llegó cuando Ricardo subió a un pequeño escenario improvisado, con un micrófono en la mano.
"Amigos, gracias a todos por venir a celebrar a la mujer de mi vida", comenzó, su voz resonando en los altavoces. "Sofía es mi inspiración, mi roca. Su fuerza me asombra cada día. Y esta noche, no solo celebramos su vida, sino también el futuro que estamos construyendo juntos."
Hizo una pausa dramática. Lucía se paró a su lado, con una mano sobre su vientre apenas abultado, una imagen de devoción maternal.
Ricardo levantó su copa. "¡Por Sofía!"
"¡Por Sofía!", corearon los invitados.
Mientras todos bebían, Ricardo hizo una seña a uno de los camareros. El camarero se acercó a un gran caballete cubierto con una tela de seda.
"Y para marcar este nuevo capítulo...", dijo Ricardo, su voz llena de emoción.
Pero antes de que pudiera terminar, ocurrió el desastre. Un niño, persiguiendo a otro entre las mesas, tropezó y se estrelló contra la silla de ruedas de Sofía. El impacto fue brutal. La silla se volcó hacia un lado, y Sofía fue arrojada al suelo de césped con un grito ahogado.
El pánico se apoderó de la multitud. La gente se agolpó, intentando ayudar, pero en su prisa y confusión, la pisotearon. Un tacón afilado se clavó en su pierna, un dolor agudo y familiar que la atravesó, reavivando el trauma del accidente.
En medio del caos, la silla de ruedas volcada tiró de la tela de seda que cubría el caballete. La tela se deslizó, revelando lo que había debajo. No era un retrato de Sofía, ni un mensaje de cumpleaños. Era una enorme pancarta, elegantemente impresa, que decía:
"¡Felicidades Ricardo y Lucía por la llegada de su primer hijo!"
Un silencio sepulcral cayó sobre el jardín. Todas las miradas pasaron de la pancarta a Ricardo y Lucía, que estaban congelados en el escenario, y luego a Sofía, tirada en el suelo.
La humillación fue total, pública y absoluta. El aire se escapó de los pulmones de Sofía. El dolor físico de su pierna no era nada comparado con la agonía de esa revelación. La fiesta no era para ella. Era su humillación pública, el anuncio de su reemplazo.
Lo último que vio antes de que la oscuridad la envolviera fue a Ricardo, no corriendo hacia ella, no preocupado por su caída, sino mirando la pancarta con una expresión de furia por la revelación prematura.
Vio a Lucía sonreír, una sonrisa pequeña y victoriosa. Y luego vio cómo Ricardo, recuperando la compostura, la tomaba de la mano y levantaba su copa hacia la multitud atónita, como si todo fuera parte del plan.
Vio cómo sus labios se movían, formando una plegaria silenciosa, una petición de felicidad para su nueva familia, mientras ella yacía rota a sus pies.
Entonces, todo se volvió negro.