Su trastorno de ansiedad social era una bestia que dictaba cada aspecto de sus vidas. Sofía había renunciado a todo por él, su propia carrera como muralista, sus amistades, incluso su sueño de estudiar en Florencia. Una beca para un prestigioso programa de restauración de murales la esperaba, una oportunidad única en la vida, pero la idea de dejar a Ricardo solo era impensable. ¿Quién lo calmaría durante sus ataques de pánico? ¿Quién se aseguraría de que comiera?
El matrimonio era una farsa platónica, un acuerdo silencioso donde ella era su cuidadora y él su carga. El único contacto físico que compartían era durante sus crisis, cuando Ricardo, con los ojos desorbitados por el terror, se aferraba a ella como un náufrago a una tabla de salvación. Él se pegaba a su cuerpo, temblando, buscando el calor y la seguridad que solo ella parecía poder darle, pero en cuanto la calma regresaba, él se apartaba, volviendo a ser el hombre frío y distante de siempre. Siete años de noches solitarias, de un lecho matrimonial que era solo un espacio geográfico.
"Sofía, querida, ¿Ricardo no va a comer?", la voz de su suegra, una mujer con la misma rigidez que su hijo, rompió el silencio.
Sofía le sonrió con amabilidad. "Está un poco cansado hoy, ha estado trabajando mucho en su último descubrimiento".
Intentó conectar su laptop a la pantalla grande del comedor para mostrar unas fotos del viaje familiar del año pasado, una distracción para desviar la atención de Ricardo. Pero sus dedos temblorosos hicieron clic en el archivo equivocado. En lugar de fotos de vacaciones, la pantalla se iluminó con una transmisión en vivo. Era la cámara de seguridad del estudio de Ricardo.
Al principio, nadie entendió lo que estaban viendo. La imagen mostraba a Ricardo, pero no en su estado habitual de calma distante. Estaba aferrado al borde de su escritorio de caoba, con las venas de las sienes marcadas y la respiración agitada. Su camisa de lino, siempre impecable, estaba arrugada. El audio llegó un segundo después, llenando el comedor con sonidos que no dejaban lugar a dudas. Eran gemidos, una mezcla ambigua de dolor y placer que heló la sangre de Sofía.
Una mujer, a la que solo se le veían las manos y el movimiento sugerente de su cuerpo fuera de cámara, le "asistía". Sus manos se movían con una pericia explícita sobre el cuerpo de Ricardo. La mujer era su "terapeuta", Elena Vargas, una supuesta historiadora del arte que Ricardo había contratado para ayudarle con su ansiedad. Su "tratamiento", como él lo llamaba, era evidentemente algo muy diferente.
El silencio en el comedor fue absoluto, roto solo por los sonidos lascivos que salían de los altavoces. La cara de Sofía perdió todo color, se sentía como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. Con un movimiento torpe y rápido, apagó la pantalla, pero la imagen ya estaba grabada en la mente de todos. La humillación era un fuego que le quemaba la cara.
Sin decir una palabra, se levantó de la mesa, ignorando las miradas de conmoción y pena de la familia de Ricardo. Subió a su habitación, el corazón latiéndole con una fuerza dolorosa en el pecho. Abrió su laptop, fue a la página del programa de Florencia y, con una determinación que no sabía que poseía, hizo clic en el botón para cancelar su beca. El sueño de su vida se desvaneció en un instante, sacrificado en el altar de una mentira.
Luego, con los dedos aún temblando, buscó en sus contactos el número de un abogado que una amiga le había recomendado hacía años, "por si acaso". Marcó el número.
"Buenas noches, hablo para solicitar una cita para iniciar un trámite de divorcio", dijo con una voz que sonaba extrañamente calmada, una calma que nacía del shock más absoluto.
Colgó el teléfono y se quedó mirando la pared, inmóvil. Siete años. Había dedicado siete años de su vida a un hombre que la consideraba tan repulsiva que necesitaba pagarle a otra mujer para que lo tocara. Siete años de un matrimonio que había sido una mentira desde el primer día. El dolor era tan profundo que ni siquiera podía llorar, era un vacío frío y oscuro que la consumía por dentro.