Siete Años de Una Farsa
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Capítulo 3

La raíz de todo se hundía en un evento ocurrido ocho años atrás, un año antes de su boda. Ricardo, en un viaje de investigación en una zona remota de Chiapas, fue secuestrado por un grupo local que exigía la devolución de artefactos. Lo mantuvieron cautivo durante dos semanas en la oscuridad total. Cuando finalmente fue rescatado, la exposición prolongada a la oscuridad y el trauma le causaron una ceguera temporal y agravaron su ya existente trastorno de ansiedad a niveles patológicos.

Sofía, que en ese entonces era solo su novia, se dedicó en cuerpo y alma a su recuperación. Fue ella quien lo guio a través de la oscuridad, quien le leía durante horas y quien encontró una forma de conectar con su pasión. Consiguió un facsímil de un códice prehispánico, uno de los favoritos de Ricardo, y pacientemente grabó cada glifo en braille para que él pudiera "leerlo" con sus dedos. Fue un acto de amor puro, una forma de devolverle el mundo que había perdido.

Ricardo se aferró a ella, y cuando recuperó la vista, le propuso matrimonio. Sofía, movida por una mezcla de amor, compasión y un profundo sentido de responsabilidad, aceptó. Se convenció de que solo ella podía entenderlo, solo ella podía proteger a ese hombre brillante y frágil. Se casó con él por amor, pero también para "salvarlo".

Su noche de bodas fue el primer presagio del desastre. En la lujosa suite del hotel, con la ciudad de México brillando a sus pies, Sofía se acercó a su nuevo esposo, llena de la esperanza y el deseo que cualquier recién casada sentiría. Pero cuando intentó besarlo, Ricardo retrocedió como si lo hubieran quemado.

"No me toques", siseó, con los ojos llenos de un pánico que ella no pudo comprender.

"Ricardo, somos marido y mujer", suplicó ella, con el corazón encogido.

"¡No puedo!", gritó él, retrocediendo hasta quedar acorralado contra la pared. La crisis se apoderó de él, su cuerpo empezó a temblar violentamente.

Esa noche, Sofía durmió en el sofá, escuchando los sollozos ahogados de su esposo desde la cama. La esperanza se marchitó antes de poder florecer.

Los primeros meses fueron un infierno de intentos fallidos y rechazos dolorosos. Una noche, harta de la distancia, Sofía se plantó frente a él en su estudio, la desesperación dándole un coraje que no sabía que tenía.

"No podemos seguir así, Ricardo. Soy tu esposa. Necesito que me toques, que me veas. ¿Es que te doy asco?".

La pregunta flotó entre ellos, cruda y brutal. Ricardo no respondió con palabras. Su rostro se contorsionó en una máscara de angustia. Miró a su alrededor, buscando una salida, y sus ojos se posaron en una estantería de metal. Sin pensarlo dos veces, corrió y golpeó la estantería con el puño cerrado. El sonido del metal resonando y el hueso rompiéndose fue espantoso.

Sofía gritó y corrió a su lado. Su mano estaba destrozada, sangrando profusamente. Mientras lo llevaba al hospital, entendió la terrible verdad. Ricardo usaría el dolor físico, la autolesión, como un arma para mantenerla a distancia, para evitar la intimidad que tanto lo aterraba. Se convirtió en un patrón. Cada vez que ella intentaba un acercamiento, él encontraba una manera de lastimarse, convirtiéndola a ella en su enfermera y a él en su paciente, borrando cualquier posibilidad de una relación de pareja. Y ella, atrapada en su papel de salvadora, siempre cedía. Siempre lo cuidaba.

            
            

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