Lo encontró en su estudio, ajeno a la tormenta que había desatado. Estaba sentado en su escritorio, de espaldas a la puerta, con su clásica camisa de lino blanca, impoluta como siempre. La luz de la lámpara acentuaba la palidez de su piel, dándole un aire etéreo y distante. Parecía un santo de mármol, intocable y perfecto.
Sofía se detuvo en el umbral, observándolo. Abrió la aplicación de monitoreo en su teléfono, la misma que accidentalmente había proyectado en la cena. Retrocedió la grabación unas horas. Allí estaba la prueba irrefutable, la cruda realidad de su traición. Vio cómo Ricardo, el hombre que se estremecía si ella rozaba su mano, se excitaba y actuaba de una forma casi salvaje con la terapeuta. La hipocresía la golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago.
Con el corazón hecho pedazos, entró en el estudio. Él no se giró.
"Ricardo", dijo ella, su voz apenas un susurro.
Él se tensó, pero no respondió.
Sofía se acercó, el olor a incienso de bergamota que él siempre quemaba le revolvió el estómago. Se paró a su lado, la desesperación ahogando cualquier rastro de orgullo. "¿Podemos... podemos estar juntos esta noche? Como un matrimonio de verdad".
La pregunta quedó suspendida en el aire, cargada de siete años de anhelo y frustración.
Ricardo finalmente giró la cabeza, sus ojos grises, normalmente vacíos, ahora la miraban con un desdén helado, como si fuera un insecto repugnante. Una sola palabra salió de sus labios, afilada y cruel.
"Asquerosa".
Y antes de que Sofía pudiera reaccionar, él tomó un buril de la mesa, una herramienta fina para grabar en piedra, y se lo clavó con fuerza en la palma de la mano izquierda. La sangre brotó de inmediato, manchando la madera pulida del escritorio.
El grito de Sofía fue ahogado. El dolor en su corazón era mucho más agudo que el que él debía sentir en su mano. Corrió a su lado, el instinto de cuidadora superando la herida de su orgullo. "¡Ricardo, por qué! ¡Déjame ver!".
Él apartó la mano, pero ella insistió, tomando su muñeca con delicadeza. Mientras buscaba el botiquín de primeros auxilios, sus ojos se posaron en los dedos de él. Vio las pequeñas cicatrices blancas, las marcas de sus propios dientes. Eran las huellas de innumerables ataques de pánico, noches en las que ella lo había sostenido mientras él se mordía los dedos para no gritar. Ella había besado esas cicatrices, las había cuidado, creyendo que eran el precio de su amor.
Ahora entendía. Él no la necesitaba, solo necesitaba un cuerpo al que aferrarse en la oscuridad. Él no la amaba, solo usaba su devoción como un escudo contra el mundo. La mujer del video no era una terapeuta, era un reemplazo, una versión de ella que sí podía excitarlo.
Se sentó en el suelo, limpiando la sangre de su mano con una gasa, las lágrimas finalmente corriendo por sus mejillas. Lo había dado todo por él. Había aprendido a leer sus silencios, a anticipar sus crisis, a ser su voz y su ancla. ¿Y para qué? Para ser llamada "asquerosa". Para verlo preferir el dolor autoinfligido antes que su contacto.
Se dio un mes. Un último mes para intentar salvar algo de los escombros, o quizás, solo para encontrar la fuerza para marcharse para siempre.