Bajó las escaleras y el olor a café recién hecho la guio a la cocina. Pero no era la empleada doméstica quien preparaba el desayuno. Era Elena Vargas. Estaba de pie junto a la estufa, moviéndose por la cocina con la familiaridad de quien pertenece a ese lugar. El corazón de Sofía se detuvo. Verla allí, a la luz del día, en el corazón de su hogar, era una violación.
"Buenos días", dijo Elena con una sonrisa radiante, como si fuera la anfitriona.
Sofía la ignoró y se dirigió a la empleada, una mujer mayor llamada Rosa que había trabajado para la familia Fuentes durante años. "¿Qué hace ella aquí, Rosa?".
Rosa bajó la mirada, incómoda. "El señor Ricardo me pidió que le preparara una habitación a la señorita Vargas. Dijo que se quedará unos días".
La rabia subió por la garganta de Sofía, caliente y amarga. Se giró hacia Elena, cuya sonrisa no había flaqueado.
"Ricardo no necesita más sus servicios", dijo Sofía, su voz temblando ligeramente. "Puede irse".
Elena levantó una ceja, divertida. "Creo que esa es una decisión que le corresponde a Ricardo, ¿no crees?".
Fue entonces cuando Sofía realmente la miró. Elena llevaba un ajustado vestido de seda color esmeralda que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, revelando unas piernas largas y torneadas. Su cabello oscuro estaba suelto, cayendo en ondas sobre sus hombros, y su maquillaje era impecable. Irradiaba una confianza y una sensualidad que Sofía había olvidado que existían. Era todo lo que Sofía no era: descarada, provocativa, segura.
"Tú eres la 'historiadora del arte' que conocí en la conferencia, ¿verdad?", preguntó Sofía, aunque ya sabía la respuesta.
"La misma", confirmó Elena, tomando un sorbo de café y mirándola por encima del borde de la taza. "Ricardo y yo conectamos inmediatamente. Tenemos mucho en común".
La mente de Sofía voló de nuevo a la imagen del monitor, a los gemidos, a los movimientos explícitos. Esta mujer, con su aire de superioridad, era la misma que había "asistido" a su marido. Recordó cómo Ricardo siempre se apartaba de su toque, cómo un simple roce accidental de sus manos lo hacía estremecerse de repulsión. Pero con Elena, no había habido repulsión. Había habido deseo, salvaje y desenfrenado. La injusticia de todo aquello era un veneno que le recorría las venas. El hombre que la llamaba "asquerosa" le pagaba a esta mujer para que le diera lo que a ella le negaba. La hipocresía era tan flagrante, tan cruel, que le quitaba el aliento.