Lágrimas De Cristal
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Capítulo 1

La placa de honor de mi padre se sentía fría en mi mano, un peso inútil contra la desesperación que me ahogaba.

Él era un detective, uno de los buenos, y murió haciendo su trabajo, dejándonos a mí y a mi hermano menor, Miguel, con nada más que esa medalla y un montón de recuerdos.

Yo me partí el lomo para sacar adelante a Miguel, para que no le faltara nada.

Pero no fue suficiente.

Una banda de criminales quería nuestra casa, la única cosa que nos quedaba, y cuando Miguel intentó defenderla, lo golpearon hasta casi matarlo.

Ahora él yace en una cama de hospital, conectado a máquinas que respiran por él, mientras los desgraciados que le hicieron esto se pasean por la calle como si nada.

Fui a la policía, a la fiscalía, a donde se supone que uno va a pedir ayuda.

Pero sus manos estaban manchadas de dinero sucio.

Nadie me escuchó.

Mis denuncias se perdieron en un mar de papeles, y por atreverme a levantar la voz, también me golpearon.

Me humillaron.

Me dejaron claro que yo no era nadie, que mi dolor no importaba.

Desesperada, con el corazón hecho pedazos, recordé el último legado de mi padre.

No solo la placa, sino todas sus condecoraciones, cada una un testimonio de su vida dedicada a la justicia.

Con el cuerpo adolorido y el alma rota, cargué a Miguel en mis brazos, su cuerpo frágil y casi sin vida, y me arrodillé a las puertas de la fiscalía.

Aferré las medallas de mi padre contra mi pecho, su brillo opaco bajo el sol inclemente, mi última esperanza.

Los criminales no tardaron en llegar, riéndose, burlándose de mi patético espectáculo.

"Danos esas baratijas", dijo uno de ellos, su voz un gruñido.

Intentaron arrebatármelas, amenazaron con terminar lo que empezaron, con apagar la pequeña llama de la vida de Miguel para siempre.

Y justo entonces, cuando toda esperanza parecía perdida, las enormes puertas de la fiscalía se abrieron.

Un hombre alto, de cabello cano y mirada firme, salió.

Era un fiscal respetado, un antiguo colega de mi padre.

Nos vio, a mí arrodillada en el suelo, a Miguel moribundo en mis brazos, a los criminales rodeándonos como buitres.

Su rostro se endureció.

"Suelten a esa mujer", ordenó, su voz resonando con una autoridad que no admitía réplicas.

Los criminales dudaron, pero la mirada del fiscal era de acero.

Él se acercó, me ayudó a levantarme y miró a los hombres que nos habían aterrorizado.

"La justicia que su padre defendió no ha muerto", me dijo en voz baja, antes de volverse hacia ellos. "Y ustedes van a responder por cada uno de sus crímenes".

Ese día, algo cambió.

La balanza de la justicia, que parecía irremediablemente rota, comenzó a moverse.

El fiscal cumplió su palabra.

Los criminales fueron arrestados, sus redes de corrupción desmanteladas, y uno por uno, fueron encerrados.

Yo solo podía aferrarme a las medallas de mi padre, rezando para que Miguel abriera los ojos, para que pudiera ver que la lucha no había sido en vano, que la fe en la justicia, aunque frágil, a veces, solo a veces, encuentra un ancla en la oscuridad.

            
            

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