Aterricé de pie, pero mis rodillas se doblaron por el impacto.
El aire olía a humedad y a flores demasiado dulces, un olor empalagoso que te revolvía el estómago.
Estaba en una especie de torre o pagoda, extravagantemente decorada con madera oscura y detalles dorados.
Las paredes estaban cubiertas de pinturas de paisajes hermosos pero extraños, con lunas dobles y árboles que parecían llorar.
Era un lugar hermoso, pero había algo malo en él, algo que no encajaba, como una flor de plástico en un jardín de verdad.
La belleza era una trampa.
Poco a poco, otros empezaron a aparecer, cayendo del techo como sacos de papas.
Un hombre alto y flaco cayó de bruces, soltando un gemido.
Una chica joven apareció ya corriendo, tropezó y rodó por el suelo pulido.
"¡Mierda! ¿Dónde estamos ahora?", gritó alguien.
"Cállate, idiota, podrían oírte", respondió otra voz.
Éramos un grupo de extraños asustados y desorientados, cada uno una rata en un nuevo laberinto.
Pero noté algo diferente en esta ocasión.
En el desafío anterior, la mayoría de la gente estaba en pánico, gritando, llorando, completamente perdidos.
Ahora, aunque el miedo era palpable, había una especie de resignación en sus ojos, una conciencia sombría.
Ya sabían cómo funcionaba esto.
Ya habían sobrevivido al menos a una ronda.
Eso los hacía más peligrosos.
O más útiles.
"¿Elena?"
Esa voz. Me giré.
Era Miguel. No mi Miguel, claro, sino un chico que había conocido en la prueba anterior, un estudiante de ingeniería flacucho pero inteligente. Se había pegado a mí después de que lo salvé de una situación complicada.
"Miguel", respondí, un pequeño alivio recorriéndome. Ver una cara conocida en este infierno era como encontrar un vaso de agua en el desierto.
Se acercó, sobándose el brazo.
"¿Estás bien? ¿Qué número te tocó?".
Miré mi muñeca. "17".
Él me mostró la suya. "Yo soy el 18".
Fruncí el ceño. En la ronda anterior, nuestros números eran mucho más altos, de tres cifras.
"¿Crees que los números se reiniciaron?", preguntó Miguel.
Negué con la cabeza, mi mente trabajando a toda velocidad.
"No lo creo", dije en voz baja, para que solo él me escuchara. "Creo que este es nuestro nuevo número de identificación, basado en cuántos quedamos".
Los ojos de Miguel se abrieron de par en par al entender la implicación.
Éramos muy pocos.
Muchos habían muerto.
Y eso significaba que este nuevo desafío sería mucho más difícil.
Justo en ese momento, la musiquita helada volvió a sonar, esta vez desde todas partes a la vez, como si las propias paredes de la torre estuvieran cantando.
"Luna de espejo, flor de papel..."
Todos se quedaron en silencio, y el miedo en la habitación se hizo tan espeso que casi se podía tocar.