Ricardo salió del baño envuelto en una nube de vapor, con una toalla alrededor de la cintura y el pelo mojado goteando sobre sus hombros. Me encontró sentada al borde de la cama, con la mirada perdida en la pared.
"¿Qué tienes, mi amor? ¿Todo bien?"
Su voz, llena de una falsa preocupación, me revolvió el estómago. Levanté la vista y lo miré, tratando de mantener mi expresión neutra.
"Nada, solo... cansada. Mucho trabajo esta semana."
Él se acercó y me dio un beso en la frente. Su piel olía a mi jabón, al jabón que yo había comprado. La intimidad de ese gesto, ahora tan vacía, me pareció grotesca. Se sentó a mi lado y empezó a secarse el pelo con otra toalla.
"Ah, por cierto," dije, con la voz más casual que pude fingir, "sonó tu teléfono mientras te bañabas. Un número desconocido. No contesté."
Lo observé de reojo. Ni un solo músculo de su cara se movió. Su capacidad para mentir era asombrosa.
"¿Ah, sí? Seguro era un cliente enfadoso o una de esas llamadas de publicidad. No te preocupes."
Se encogió de hombros, como si fuera la cosa más normal del mundo. La naturalidad de su engaño me heló la sangre. Él era un profesional de la mentira, y yo había sido su público más devoto.
Se levantó y caminó hacia el balcón.
"Voy a fumar un cigarro."
Era su excusa de siempre. Sabía perfectamente que no iba a fumar. Iba a devolverle la llamada a su "Cami Bebé", a tranquilizarla, a decirle que la "vieja" no sospechaba nada. Me quedé inmóvil, escuchando el clic del encendedor y el murmullo casi inaudible de su voz al otro lado del cristal. Cada segundo que pasaba, mi rabia crecía, alimentada por su descaro.
Regresó a la habitación unos minutos después, con una expresión de fastidio ensayada en el rostro.
"Mierda, Sofi. Me acaba de llamar Marco."
Marco, su amigo y cómplice. La coartada perfecta.
"Dice que surgió un problema enorme en el proyecto de Santa Fe, un error de cálculo en la estructura y tenemos que ir a la obra ahora mismo. Parece que nos quedaremos ahí toda la noche."
El guion era perfecto, la actuación impecable. Se acercó al clóset y empezó a vestirse con una prisa fingida. Jeans, una camiseta limpia, sus botas de trabajo. Cada movimiento era parte de la farsa.
Yo me limité a asentir, jugando mi papel de esposa comprensiva.
"Claro, mi amor, no te preocupes. Ve. ¿Necesitas que te prepare algo de comer?"
"No, no, gracias. Allá pediremos algo. Tú descansa, te ves muy cansada."
Se acercó, me dio un beso rápido, casi sin tocar mis labios, y agarró las llaves del coche.
"Te amo. Te escribo más tarde."
Y se fue. La puerta se cerró detrás de él, y el silencio volvió a inundar la habitación. Pero esta vez, no era un silencio pesado, era un silencio lleno de posibilidades. Me quedé sentada en la cama, escuchando el sonido del motor de su coche al alejarse. No lloré. En ese momento, supe que las lágrimas no servirían de nada.
Lo que venía a continuación requería toda mi fuerza, toda mi inteligencia y toda mi frialdad. Se había ido a pasar la noche con ella, y me había dejado el campo libre para planear mi venganza.