La vulgaridad de sus palabras me sorprendió, pero en ese momento, solo sentí la urgencia de resolver el problema. Cuando llegué, lo encontré sentado en una banca de metal, con los nudillos raspados y una mirada desafiante. No había remordimiento, solo una impaciencia airada por estar perdiendo su tiempo en un lugar tan "naco".
Mientras esperaba que terminaran los trámites, su actitud me inquietó. No era el Ricardo carismático y encantador que todos conocían. Era un hombre con un espíritu hostil, una energía oscura y violenta que rara vez dejaba salir.
Miraba a todos con desprecio, como si el mundo entero tuviera la culpa de su mal genio. Cuando finalmente salió, después de que yo pagara una multa considerable, caminamos hacia el coche en un silencio tenso. Fue entonces cuando ella apareció.
Era joven, muy joven, y parecía frágil bajo las luces amarillentas de la calle. Se acercó a Ricardo con timidez. "Oye, de verdad, muchas gracias", dijo con voz temblorosa. "Ese tipo era un patán, si no hubieras intervenido, no sé qué habría pasado". Su gratitud era genuina, casi abrumadora. Esperaba que Ricardo, al menos, fuera cortés. Pero su reacción fue todo lo contrario.
"Ya, olvídalo", espetó él, sin siquiera mirarla a los ojos. La apartó con un gesto brusco de la mano, como si estuviera espantando a un insecto molesto. "No fue nada, ahora lárgate." La chica se quedó helada, con la boca entreabierta, humillada.
Dio un paso atrás y se perdió en la oscuridad. Yo me quedé atónita. "¿Por qué la trataste así?", le pregunté cuando subimos al coche. "Ay, Sofía, no empieces", respondió él, encendiendo el motor con furia. "Pinche vieja encimosa. Seguro quería que la llevara a su casa o le pagara un taxi. Ya sabes cómo son estas".
En ese momento, mi mejor amiga Ana, que me había acompañado para darme apoyo, se inclinó desde el asiento trasero. "Oye, Sofi," dijo en voz baja, para que solo yo la oyera, "esa chava se parecía un poco a ti... bueno, a tus fotos de cuando tenías su edad". Su comentario me pareció extraño, pero lo atribuí al estrés de la noche.
No volví a pensar en ello hasta ahora. Ahora, con el perfil de Camila abierto en mi teléfono, las palabras de Ana resonaban en mi cabeza como una sentencia. Deslicé las fotos de Camila y luego abrí mi propio álbum de fotos antiguas. El parecido era innegable. El mismo pelo largo y oscuro, la misma forma de los ojos, la misma sonrisa. No éramos gemelas, pero compartíamos un "tipo".
La verdad me golpeó con una fuerza devastadora: Ricardo no solo me estaba engañando, estaba buscando un reemplazo. Una versión más joven, más fresca, más "limpia" de mí. La humillación fue tan profunda que sentí que me ahogaba.
Él no solo quería a otra, quería borrarme y sustituirme con una copia barata. Y la chica a la que había despreciado públicamente era la misma a la que ahora le transfería dinero y le escribía mensajes de amor. La hipocresía, la crueldad de todo el asunto, era insoportable.