Se sentaba a su lado en la cama y le acariciaba el pelo, como si nada hubiera pasado. Le hablaba con una voz suave, una grotesca parodia del hombre que una vez fue.
"Ya está dentro, mi amor. Creciendo fuerte. Tienes que cuidarla. Es nuestra única salida."
Sofía lo miraba con ojos muertos. Su alma se había retirado a un rincón oscuro de su mente, un lugar donde el dolor no podía alcanzarla del todo. Observaba su propio cuerpo como si fuera el de una extraña.
Un día, Javier entró con un plato. Olía a hierro y a vísceras.
Eran trozos de hígado crudo, todavía sangrando.
"El doctor dice que necesitas proteína. Mucha. Para que el feto se desarrolle bien."
Puso el tenedor frente a su boca.
Sofía giró la cabeza. El olor le provocaba náuseas.
La expresión de Javier se endureció.
"Sofía. Tienes que comer."
Ella se negó de nuevo, un gemido escapando de su garganta.
Él suspiró, frustrado. Dejó el plato a un lado, la agarró de la mandíbula con una fuerza brutal y le abrió la boca. Con la otra mano, tomó un trozo de hígado y se lo metió a la fuerza.
La textura resbaladiza y el sabor metálico inundaron su boca mutilada. Las arcadas la sacudieron. Intentó escupirlo, pero él le tapó la boca y la nariz, obligándola a tragar o ahogarse.
Tragó.
Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras él le metía otro trozo, y otro.
"Buena chica," dijo él cuando terminó, limpiándole la boca con una servilleta, como si acabara de alimentar a una niña pequeña. "Ves, no era tan difícil."
Se fue, dejándola sola con el sabor a sangre en la garganta y un nuevo nivel de humillación grabado en su ser.
Se acurrucó en la cama, su cuerpo temblando. Miró su vientre. No sentía nada. Ni amor, ni odio. Solo una extraña desconexión. Era un objeto, un recipiente. Y dentro de ella crecía otro objeto.
Las llamadas de Rodrigo se hicieron frecuentes.
Javier ponía el teléfono en altavoz frente a ella.
"¿Cómo está el horno?" preguntaba la voz de Rodrigo, llena de un desprecio apenas disimulado.
"Funcionando perfectamente," respondía Javier. "La temperatura es estable. El producto está en desarrollo."
Sofía escuchaba las palabras, "horno", "producto". Así la veían. No como una persona.
A veces, Rodrigo pedía una prueba. Javier entonces activaba la videollamada y apuntaba el teléfono al vientre de Sofía, levantándole la camisa sin ningún pudor.
"Ahí está. Creciendo para ti."
Ella yacía inmóvil, expuesta, sintiendo la mirada de los dos hombres sobre su piel, sobre el bulto que empezaba a formarse de nuevo. Era una pesadilla recurrente. El vientre que había albergado a su hijo, ahora profanado, convertido en un espectáculo para sus verdugos.
Una noche, Javier se quedó más tiempo. Se sentó en la cama y la abrazó. Su cuerpo se tensó, rígido como una tabla.
"Sé que es difícil, Sofía," susurró él contra su cabello. "Pero cuando todo esto termine, volveremos a estar juntos. Como antes. Te lo prometo. Compraré tu perdón. Te daré todo lo que quieras."
Ella no respondió. No podía. Y aunque pudiera, ¿qué le diría? ¿Que "antes" había muerto? ¿Que él lo había matado?
Él la soltó, su paciencia agotándose.
"Bien. No digas nada. Pero cuida de esa cosa. Es mi boleto para salir de este lío. Y es la vida de tu hermana. No lo olvides."
Se fue, cerrando la puerta con llave.
Sofía se quedó mirando el techo. Su cuerpo se estaba recuperando lentamente de la herida en su muñeca, de la mutilación en su boca. Pero su mente se estaba desintegrando.
Pasaba horas sin moverse, perdida en un laberinto de recuerdos rotos. Recordaba a su hijo. Las pataditas que nunca sentiría. El llanto que nunca escucharía. Recordaba a Isabella, su risa, sus sueños. ¿Dónde estaría ahora? ¿Estaría viva?
La promesa de Javier de matarla era el único ancla que la mantenía cumpliendo.
Con el paso de los meses, su vientre creció. Su cuerpo se transformó de nuevo, una repetición grotesca de su primer embarazo. Se veía en el espejo del baño, una figura esquelética con un abdomen hinchado. Su cabello estaba opaco, sus ojos hundidos en cuencas oscuras. Era un fantasma habitando una casa de carne y hueso.
Un día, sintió un movimiento.
Una patada.
No sintió alegría. No sintió conexión. Sintió una invasión. Algo ajeno moviéndose dentro de ella. Cerró los ojos y deseó desaparecer. Pero el cuerpo seguía funcionando, seguía nutriendo a la criatura. Prisionera de su propia biología, Sofía continuó existiendo, un día a la vez, esperando el final de su condena.