Condenada al Infierno de Él
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Capítulo 4

El viaje al lugar del parto fue un borrón de dolor y luces parpadeantes. La metieron en la parte trasera de una camioneta, tirada sobre unas mantas sucias. Cada bache en el camino era una nueva puñalada en su vientre.

El lugar no era un hospital. Era un almacén abandonado en las afueras de la ciudad. El olor a óxido y humedad se mezclaba con el de los productos de limpieza baratos.

La llevaron a una habitación improvisada. La misma mesa de metal de la otra vez, o una idéntica, la esperaba en el centro.

Javier ya estaba allí. Su rostro era una máscara de ansiedad y furia.

"¿Qué carajo pasó?" le ladró a uno de los guardias.

"Rodrigo dijo que ella lo atacó. Se puso como loca, y luego... empezó."

Javier miró a Sofía, que estaba siendo atada a la mesa de nuevo. Su mirada no contenía compasión, solo irritación.

"Siempre creando problemas. Ni siquiera puedes hacer una cosa bien."

El "doctor" de la otra vez entró. Era un hombre mayor, con ojos cansados y manos temblorosas.

"Está demasiado pronto," dijo el doctor, revisando a Sofía. "No está completamente dilatada. Esto va a ser difícil."

"No me importa lo difícil que sea," espetó Javier. "Sácalo. Ahora. Rodrigo ya viene en camino. Quiero que esa cosa esté fuera cuando llegue."

"Pero podría ser peligroso para ella, para el bebé..."

"El bebé es lo único que importa," lo interrumpió Javier, su voz helada. "Ella es solo el recipiente. Si se muere en el proceso, que así sea. Pero salva al bebé. ¿Entendido?"

El doctor asintió, tragando saliva.

Las siguientes horas fueron un infierno indescriptible. Sin anestesia, sin palabras de aliento. Solo el frío del metal contra su espalda, las manos ásperas de los guardias sujetándola, y el dolor. Un dolor que la partía en dos, que borraba los pensamientos, que la reducía a un animal atrapado.

Gritaba, pero los sonidos que salían de su boca mutilada eran ahogados, incomprensibles. Eran solo ruido.

En medio de una contracción particularmente brutal, algo dentro de ella se rompió. No era físico. Era algo más profundo.

De repente, el dolor se atenuó.

Se sintió ligera.

Flotando.

Se vio a sí misma desde arriba, desde una esquina del techo polvoriento. Veía su propio cuerpo en la mesa, convulsionando. Veía su rostro, contorsionado por una agonía que ya no sentía. Veía a Javier, caminando de un lado a otro como una fiera enjaulada. Veía al doctor, sudando, gritando órdenes.

Era una espectadora. El cascarón de abajo, esa mujer que sufría, ya no era ella. Era solo carne.

Desde su posición etérea, observó el resto del proceso con una calma distante. Vio cómo el doctor usaba fórceps, cómo la violencia del parto desgarraba aún más el cuerpo de abajo. Vio la sangre, tanta sangre.

Y finalmente, vio cómo el doctor sacaba a una pequeña criatura, roja y arrugada, cubierta de fluidos.

El llanto del bebé llenó la habitación. Un llanto débil, quejumbroso.

"Es una niña," anunció el doctor, con un alivio palpable en su voz.

Javier se acercó, no para mirar a la mujer que yacía desangrándose en la mesa, sino para inspeccionar al bebé. Lo examinó como quien examina una mercancía.

"Límpienla. Asegúrense de que esté sana."

Una enfermera improvisada tomó a la bebé y se la llevó a un rincón para limpiarla y envolverla.

La Sofía-alma flotante miró hacia abajo, al cuerpo que había dejado atrás. Estaba quieto. Demasiado quieto. Un charco de sangre se extendía a su alrededor. Sus ojos estaban abiertos, fijos en el techo, pero sin ver nada.

"Señor," dijo el doctor con voz temblorosa, acercándose a Javier. "La mujer... ha perdido mucha sangre. No creo que..."

Javier ni siquiera miró hacia la mesa.

"Haz lo que puedas. Si vive, vive. Si no, ya cumplió su propósito."

Su indiferencia era total.

La Sofía-alma observó, sin sentir nada. Ni tristeza, ni rabia. Solo un vasto y silencioso vacío. Vio su propia muerte, la muerte de su cuerpo, como si viera una escena en una película. La protagonista había muerto. Fin de la historia.

Pero entonces, Javier hizo algo extraño.

Mientras el doctor intentaba desesperadamente detener la hemorragia del cuerpo inerte, Javier se acercó a la mesa. Miró el rostro pálido y sin vida. Extendió una mano, como para tocarlo, pero se detuvo.

Luego, tomó una de las sábanas sucias del suelo y, con una delicadeza que contradecía toda su brutalidad anterior, cubrió el rostro del cuerpo.

Como si no pudiera soportar ver esos ojos vacíos.

La Sofía-alma flotó en el silencio, observando la extraña escena. El llanto del bebé, el pánico del doctor, la figura de Javier de pie junto a un cuerpo cubierto, y el silencio. El profundo y absoluto silencio dentro de ella.

                         

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