La noticia de nuestra ruptura explotó en los círculos sociales y en la prensa de chismes. El comunicado de Javier fue breve y profesional, pero Sofía se encargó de dar su propia versión. Lloró en entrevistas, insinuando abuso y abandono, pintándome como un monstruo. Mis padres estaban siendo acosados por los reporteros. El nombre Mendoza, sinónimo de excelencia culinaria, ahora estaba manchado con un escándalo barato.
Decidí vender la mansión fue la mejor decisión que pude tomar. Era un acto de purificación. Necesitaba borrar cada rastro de ella. El agente inmobiliario, un hombre eficiente enviado por Javier, me aseguró una venta rápida. "Las casas con historia se venden bien," dijo. No sabía cuánta historia tóxica guardaban esas paredes.
Mientras empacaba las últimas cajas de mi estudio, encontré algo que me heló la sangre. Detrás de una estantería, había un pequeño panel falso en la pared. Curioso, lo abrí. Dentro, había una caja de madera. No era mía.
La abrí. Dentro, había una colección de fotos instantáneas. Sofía y Miguel. En la playa, riendo. En un viñedo, brindando. En la cama, abrazados, desnudos, con la misma sonrisa cómplice que tantas veces creí que era solo para mí. Las fotos abarcaban años. Nuestra relación entera había sido una mentira.
Mi mirada se fijó en una foto en particular. Miguel llevaba puesto mi reloj Patek Philippe, el que mi abuelo me heredó y que desapareció misteriosamente hacía un año. Sofía me había ayudado a buscarlo por toda la casa, su cara un poema de preocupación. En la foto, ella le estaba besando la muñeca, justo sobre la esfera del reloj.
Un mareo me invadió. Me apoyé en la pared, respirando con dificultad. No era solo el engaño. Era el descaro. El desprecio. Se habían burlado de mí en mi propia casa, con mis propias cosas, durante años.
Recordé una noche, unos meses antes del final. Estábamos cenando con mis padres. Miguel se unió a nosotros. Durante toda la noche, Sofía y él intercambiaron miradas, sonrisas discretas. Ella le tocaba el brazo "casualmente" al pasarle la sal. Él le respondía con un comentario que solo ellos entendían. Yo lo vi, pero me convencí de que era mi imaginación, que estaba siendo paranoico. Me sentí como un idiota. No era paranoia. Era instinto. Un instinto que había ignorado por demasiado tiempo.
En ese momento, el dolor de la traición se solidificó en una rabia fría y pesada. Ya no había tristeza. Solo una determinación de hierro. Cerré la caja con un golpe seco. La guardaría. Sería mi prueba. Sería el combustible para lo que venía.
Sofía y Miguel no solo me habían traicionado. Habían intentado borrarme de mi propia vida. Ahora, yo los iba a borrar a ellos del mapa.