Un estruendo la sacudió, el olor a polvo y a ganado asustado llenó sus pulmones. Abrió los ojos de golpe, no estaba en el fondo de un pozo apestoso, estaba de pie, con el lazo en la mano, en medio de su rancho. El sol quemaba su piel, la misma piel que recordaba haber visto desgarrada y purulenta.
Frente a ella, una estampida de toros bravos se dirigía directamente hacia el grupo de invitados de la familia Del Valle, la misma escena, el mismo momento. La misma oportunidad de ser una heroína.
En su vida pasada, no lo dudó ni un segundo, arriesgó su vida, domó a la bestia líder y desvió la estampida, salvando a todos. El patriarca de los Del Valle, en un gesto de inmensa gratitud, le ofreció la mano de su hija, Sofía, en matrimonio con su hijo, Rodrigo.
Elvira había aceptado, cegada por la belleza de Sofía, a quien amó desde el primer instante en que la vio.
Qué gran error.
La noche de bodas, la dulce y delicada Sofía la drogó, la secuestró y la arrastró hasta un pozo abandonado. La arrojó dentro sin piedad, a un nido de alacranes.
"Si no te hubieras metido, mi querido Alejandro habría demostrado su valentía ante todos y me habría llevado al altar", gritó Sofía desde arriba, su voz distorsionada por el odio.
"¡Y como insististe en casarte con Rodrigo, Alejandro se arrojó al barranco! ¡Quiero que lo acompañes en la muerte!"
Elvira intentó explicar, le gritó que había visto a Alejandro, que él no había saltado para morir, que llevaba un paracaídas escondido y escapó. Pero Sofía no escuchó, su risa cruel resonó en el pozo mientras los alacranes comenzaban a subir por sus piernas.
Tres días y tres noches de tortura. Sintió cada picadura, cada gramo de su piel siendo devorado, sus entrañas convertidas en un nido de veneno. La gente del rancho, la misma que había salvado, se asomaba para ver el espectáculo, riendo de su agonía.
Al despertar, de vuelta en el instante preciso de la estampida, Elvira sintió una calma helada recorrer sus venas, su corazón, antes lleno de buena voluntad, ahora era una piedra. Esta vez, no movería un solo dedo.
Si su bondad se pagaba con una muerte tan horrible, que se las arreglaran solos.
Se quedó quieta, observando la escena como si fuera una película lejana, su rostro inexpresivo. Los gritos de pánico de los nobles la dejaban indiferente.
"¡Sálvenos!", gritaba una mujer con un vestido caro.
"¡Hagan algo!", suplicaba un hombre gordo y sudoroso.
Elvira simplemente observó, esperando el inevitable desenlace. Dejaría que la naturaleza siguiera su curso.