"Propónmelo noventa y nueve veces, Ricardo", le había dicho una noche, con esa mezcla de arrogancia y encanto que la definía. "Demuéstrame que tu perseverancia es más grande que mi indecisión. A la centésima, apareceré en el registro civil, lista para firmar".
Y él, como siempre, había aceptado. Porque amaba a Sofía, la magnate inmobiliaria que movía los hilos de la ciudad con la misma facilidad con la que movía su corazón.
Así que allí estaba, en el día cien. El sol de la Ciudad de México entraba a raudales por los ventanales, iluminando el polvo en el aire y la esperanza en su rostro. La gente entraba y salía, parejas felices, familias ruidosas. Él esperaba.
Una hora pasó, luego dos. La sonrisa de Ricardo comenzó a tensarse en las comisuras. Sacó su teléfono, pero no había mensajes nuevos. Solo notificaciones de noticias y redes sociales. Por inercia, abrió una.
Y entonces, su mundo se detuvo.
La pantalla de su celular no mostraba una excusa de Sofía, sino a Sofía misma. Estaba en un festival de música electrónica, con miles de personas a su alrededor. Las luces estroboscópicas iluminaban su rostro extasiado, y sus brazos estaban alrededor del cuello de un hombre mucho más joven, un bailarín llamado Miguel Ángel.
La cámara de un noticiero de espectáculos los captó en el momento exacto. Un beso. No era un beso tierno, ni uno casual, era un beso apasionado, devorador, uno que no dejaba lugar a dudas. La imagen se congeló por un segundo en la pantalla antes de que el video continuara, mostrando cómo la multitud a su alrededor vitoreaba.
El titular debajo del video era brutalmente directo: "Sofía, la reina de los bienes raíces, estrena nuevo amor en festival masivo".
Rápidamente, se volvió viral.
Al mismo tiempo, otra historia comenzaba a circular. Alguien en el registro civil reconoció a Ricardo. Sacó una foto a escondidas, un hombre solo, con un traje impecable, esperando. La subió a internet con una pregunta: "¿Alguien sabe a quién espera este pobre hombre? Lleva aquí horas".
En cuestión de minutos, las dos historias chocaron y explotaron. Internet, con su crueldad anónima, conectó los puntos. "El hombre que espera por centésima vez" se convirtió en tendencia. Todos especulaban sobre la identidad de la misteriosa mujer que lo había dejado plantado. Pronto, el nombre de Sofía se unió a la conversación.
La humillación de Ricardo no fue privada. Fue un espectáculo público, transmitido en vivo y comentado por millones. Su dolor se convirtió en el entretenimiento de la tarde. La gente no solo se preguntaba por qué la mujer no había aparecido, sino que también hacían apuestas.
"¿Cuánto tiempo pasará antes de que le proponga matrimonio por centésima primera vez?".
"Ese tipo es un mártir o un tonto".
"Yo si me casaba con él, se ve que es leal".
Ricardo apagó el teléfono. El zumbido de las notificaciones era como un enjambre de abejas en su cabeza. Miró a su alrededor. Algunas personas lo observaban, susurraban. Sintió el peso de mil miradas sobre sus hombros. Se levantó lentamente, con la espalda rígida, y caminó hacia la salida, con la dignidad hecha jirones.
Más tarde esa noche, cuando el escándalo estaba en su punto más alto, el teléfono de Ricardo sonó. Era Sofía. Su voz, por primera vez en mucho tiempo, no sonaba arrogante, sino tensa, casi culpable.
"Ricardo, lo vi. Todo. No sé qué decir".
Él no respondió. El silencio era su única arma.
"Cumpliste tu parte del trato", continuó ella, con la voz quebrada. "Fui una tonta, me dejé llevar. Lo siento. Te lo juro, lo siento".
Silencio.
"Dame una oportunidad más", suplicó. "La ciento una. Te prometo que estaré ahí. Puntual. Vestida de novia si quieres. Por favor, Ricardo. Una última vez".
Ricardo escuchó su promesa, una promesa que sonaba tan hueca como las noventa y nueve anteriores. Sintió una extraña calma apoderarse de él, una claridad fría y cortante. Sabía lo que tenía que hacer.
"Está bien, Sofía", dijo finalmente, su voz desprovista de toda emoción. "La ciento una. En el mismo lugar, a la misma hora, mañana".
Al día siguiente, Sofía cumplió su palabra. Llegó al registro civil vestida con un elegante traje de novia blanco, perfectamente maquillada, con un pequeño ramo de flores en las manos. Los paparazzi la acosaban, las cámaras disparaban sin cesar. Ella los ignoró, con la mirada fija en la entrada, esperando a Ricardo.
Esperó.
Pasaron diez minutos, luego veinte. Su confianza comenzó a flaquear. Sacó su teléfono, nerviosa. Justo en ese momento, recibió un mensaje de texto.
Era de Ricardo.
"Sofía, no habrá una centésima primera propuesta de matrimonio. Terminemos con esto".
Ella leyó el mensaje una y otra vez. Las palabras eran simples, directas, pero para ella fueron un golpe devastador. Las cámaras capturaron su rostro pálido, la forma en que sus manos temblaron, cómo el ramo de flores cayó al suelo.
Mientras Sofía enfrentaba su propia humillación pública, Ricardo ya estaba en un taxi camino al aeropuerto. Había vendido su coche, empacado una sola maleta y comprado un boleto de ida a España.
Cinco años después, Ricardo regresó a México. No venía solo. De la mano de una mujer elegante y segura de sí misma llamada Elena, y con una niña de cuatro años riendo en sus brazos, entró en el mismo aeropuerto del que había huido.
Sofía, que nunca había dejado de seguirle la pista, se enteró de su regreso. El arrepentimiento la había consumido durante esos cinco años. Lo esperó a la salida, con el rostro demacrado por la culpa y la esperanza desesperada.
"Ricardo", dijo, su voz un susurro. "He esperado tanto".
Ricardo la miró, y por un momento, vio los fantasmas de su pasado. Pero entonces, su hija tiró de su mano, y Elena le sonrió con una confianza tranquila.
"Sofía", respondió él, su voz firme pero no cruel. "Yo ya no esperaba. Tengo mi vida ahora".
Se dio la vuelta, tomó la mano de su esposa y levantó a su hija en brazos. Se alejó, dejando a Sofía sola en la acera, un eco de la mujer que una vez lo tuvo todo y lo dio por sentado, enfrentando finalmente el capítulo que él, hacía mucho tiempo, ya había cerrado para siempre.