La noche en que Ricardo decidió que todo había terminado, cinco años antes, nevaba en la ciudad. Una ocurrencia rara que había paralizado el tráfico y cubierto las calles de un silencio blanco y pesado.
Habían quedado de verse para cenar, para celebrar su aniversario número siete. Un aniversario que, como los anteriores, Sofía probablemente había olvidado. Ricardo la había llamado por la tarde.
"¿Sigues en la oficina, Sofía?".
"Sí, claro", respondió ella, su voz distraída, el sonido de teclas de fondo. "Tengo mil cosas que hacer, Ricardo. No sé si pueda llegar".
Era la misma excusa de siempre. Siempre había mil cosas que hacer, y él nunca estaba en el primer lugar de esa lista.
"No te preocupes", dijo él, con una resignación que ya era parte de él. "Paso por ti. Así no tienes que manejar con esta nieve".
"Perfecto, mi amor. Te espero abajo a las ocho", dijo ella, y colgó antes de que él pudiera responder.
A las ocho en punto, Ricardo estaba frente al imponente edificio corporativo de Sofía. La nieve caía con más fuerza. Apagó el motor para ahorrar gasolina y esperó. Vio las luces de la oficina de Sofía en el piso más alto. A veces, veía su silueta moverse detrás del cristal.
Las ocho y media. Las nueve. Las nueve y media.
Su teléfono vibró. Era una notificación de Instagram. Abrió la aplicación por aburrimiento. Una foto subida por Miguel Ángel, el bailarín. Estaba en un bar de moda, uno de esos lugares exclusivos a los que Sofía lo llevaba. En la foto, Miguel Ángel sostenía un cóctel exótico, y detrás de él, borrosa pero inconfundible, estaba la risa de Sofía. La hora de la publicación: hace quince minutos.
Ricardo sintió un frío que no tenía nada que ver con la nieve de afuera. No era enojo. No era sorpresa. Era un cansancio profundo, un agotamiento del alma.
Apagó la pantalla del teléfono y la guardó en su bolsillo. No iba a llamarla. No iba a pedirle una explicación. Simplemente se quedó allí, en el coche, viendo caer la nieve, sintiendo cómo el frío se filtraba por las rendijas del auto y le helaba los huesos.
Pasó otra hora. Su teléfono murió. La calle estaba desierta. La luz de la oficina de Sofía seguía encendida.
Se dio cuenta de que había pasado los últimos siete años así: esperando. Esperando una llamada, esperando una cita, esperando una pizca de atención, esperando que ella finalmente lo eligiera a él por encima de su trabajo, de sus amigos, de sus caprichos.
Se recargó en el asiento y cerró los ojos. La imagen de Sofía riendo en el bar se superpuso con la imagen de ella ignorando sus llamadas, cancelando sus planes, minimizando sus logros. Cada pequeño desaire, cada promesa rota, cada humillación sutil se acumuló en su mente, no como una tormenta, sino como el peso de esa nieve silenciosa, aplastándolo lentamente.
¿En qué momento se había convertido en esto? En un hombre que esperaba en un coche frío mientras la mujer que amaba se divertía con otro.
"Ya no más", susurró al interior vacío del coche.
La decisión no fue un estallido, fue un deshielo lento. La comprensión de que el amor no debía doler de esa manera. El amor no debía ser una prueba de resistencia.
Cuando finalmente arrancó el coche, horas después, el cielo comenzaba a clarear. La nieve había cesado. Condujo a casa, no a la casa que compartía intermitentemente con Sofía, sino al pequeño apartamento que aún conservaba de sus días de soltero.
Se sentó frente a su computadora y, con los dedos todavía entumecidos por el frío, comenzó a escribir. No una carta de amor, ni una de reproche.
Escribió su renuncia.
Luego, abrió una nueva pestaña y buscó vuelos. Un solo destino le vino a la mente: España, el lugar donde vivían sus padres, el lugar que había dejado atrás por Sofía. Compró un boleto de ida.
No durmió. Pasó el resto de la noche borrando metódicamente cualquier rastro de Sofía de su vida digital. Fotos, contactos, conversaciones. Una limpieza fría y sistemática.
Cuando el sol salió por completo, iluminando un mundo nuevo y blanco, Ricardo se sintió extrañamente ligero. El peso de siete años de espera se había levantado. Por primera vez en mucho tiempo, no estaba esperando a Sofía.
Estaba esperando su propia vida.
Y la ruptura por mensaje de texto, el día de la centésima primera propuesta fallida, no fue un acto de impulso. Fue la conclusión lógica de una decisión tomada en una noche fría y solitaria, en un coche cubierto de nieve, cuando finalmente entendió que el único que podía salvarlo de esa espera interminable era él mismo.