Él era consciente de esa dualidad. La sentía en las miradas de compasión de sus colegas, en la forma condescendiente en que los socios de Sofía le hablaban. Era invisible, un satélite que giraba en torno al sol brillante que era ella.
Esa mañana, después de la noche en la nieve, llegó a la oficina sintiéndose como un fantasma. Nadie notó nada diferente. Para ellos, él seguía siendo el mismo Ricardo de siempre. Pero por dentro, algo se había roto y reconfigurado.
Se sentó en su escritorio, que estaba en una esquina de la enorme oficina de Sofía, y discretamente abrió el archivo que había escrito en la madrugada. "Acuerdo de Terminación Laboral". Leyó las cláusulas, asegurándose de que todo estuviera en orden. Solo necesitaba imprimirlo y firmarlo.
La puerta de la oficina se abrió de golpe.
"¡Ricardo!"
Era Sofía. Entró como un torbellino, arrojando su bolso de diseñador sobre el sofá de cuero. Lucía radiante, sin rastro del cansancio de una noche de fiesta.
Ricardo minimizó rápidamente la ventana del documento.
"Buenos días, Sofía".
Ella se acercó a su escritorio, tamborileando con sus uñas perfectamente cuidadas sobre la superficie de madera.
"¿Qué estás haciendo?", preguntó, con una curiosidad casual.
"Revisando tu agenda para la junta de hoy", mintió él, con una calma que lo sorprendió a sí mismo. Abrió el calendario para que ella lo viera.
Ella apenas le echó un vistazo. Su atención estaba en otra parte.
"Anoche... me quedé trabajando hasta tardísimo", dijo ella, sin mirarlo a los ojos. "Se me fue el santo al cielo. ¿Me esperaste mucho?".
"Lo suficiente", respondió él, con una voz neutra.
Ella pareció no notar la frialdad. "Necesito que vayas a la sala de juntas ahora mismo y te asegures de que el proyector funcione. Los inversionistas de Monterrey llegan en una hora y no quiero ninguna sorpresa. Ve ahora".
Era una orden, no una petición. Como siempre.
"Claro", dijo Ricardo, y se levantó.
Mientras caminaba por el pasillo hacia la sala de juntas, escuchó los susurros de las secretarias en el área común.
"¿Viste la cara del jefe? Seguro la doña se la volvió a hacer".
"Pobre hombre. Anoche subieron fotos de ella con el bailarín ese. Y él, como siempre, aguantando vara".
Ricardo apretó la mandíbula pero no dijo nada. Ya no le importaba el chismorreo. Era solo ruido de fondo para su plan de escape.
Cuando regresó a la oficina, Sofía estaba al teléfono. Su voz era melosa, completamente diferente a como le hablaba a él.
"Sí, mi amor... No, claro que no... Anoche fue increíble... Te veo más tarde, ¿sí?".
Colgó y lo miró.
"¿Todo listo?".
"Todo listo", confirmó él.
Ella lo estudió por un momento, como si notara algo extraño por primera vez.
"Luces cansado, Ricardo. ¿No dormiste bien?".
"Tuve una noche larga", respondió él. Era la verdad, pero también era una excusa.
Sofía pareció sentir una punzada de culpa. Su expresión se suavizó.
"Mira, sé que anoche fui un desastre. Lo siento. Para compensarte, ¿qué te parece si usamos mis boletos para la gala de la ópera esta noche? Son en primera fila. Dejé todo libre en mi agenda".
Era una oferta tentadora, un gesto de paz que en el pasado lo habría hecho olvidar cualquier ofensa. Pero el Ricardo de hoy solo vio otra táctica de manipulación, un hueso arrojado para mantenerlo contento.
Aun así, necesitaba jugar el juego un poco más.
"Suena bien, Sofía".
"Perfecto", dijo ella, satisfecha de haber resuelto el "problema". "Pasa por mí a las siete. Y sé puntual".
Él asintió, pero en su mente, no estaba pensando en la ópera. Estaba pensando en el documento de renuncia guardado en su computadora y en cómo, para las siete de la noche, él ya estaría muy lejos de ella y de su mundo. La compensación de Sofía había llegado, como siempre, demasiado tarde.