Me senté, mirando mis manos. No eran las manos arrugadas y manchadas de una mujer de sesenta años, eran las manos de una joven, callosas por el trabajo, pero llenas de vida. Un calendario viejo colgado en la pared llamó mi atención. 1976.
Mi corazón se detuvo por un segundo y luego comenzó a latir con una fuerza increíble. Había funcionado. Mi último deseo se había cumplido. Había vuelto. Tenía veinte años de nuevo.
"¡Elena! ¡Apúrate o se nos va a hacer tarde para la siembra!" , gritó una voz desde afuera. Era mi madre.
Me levanté de un salto, un torbellino de emociones me recorría, alegría, incredulidad, una determinación de acero. Salí al patio y el sol de la mañana me cegó por un instante. Allí estaban mis padres y mis hermanos, preparándose para ir a trabajar a la milpa. El trabajo era duro, agotador, lo recordaba bien. Pero en ese momento, la idea de sentir el sol en mi espalda y la tierra bajo mis pies me pareció el paraíso.
"Ya voy, mamá" , respondí, mi voz sonaba más joven, más clara.
Mi hermano menor, David, que en mi otra vida había muerto joven en un accidente, corrió hacia mí. "¡Mamá dice que si trabajamos duro, en la noche nos va a hacer arroz con leche!" .
Sonreí, una sonrisa genuina que no había sentido en décadas, y le revolví el pelo. La promesa de un simple postre, el cariño de mi familia, era un tesoro que había olvidado. En mi vida anterior, a estas alturas, ya estaba perdidamente enamorada de Ricardo, dedicando cada pensamiento y cada esfuerzo a llamar su atención, a ganarme su afecto.
Mientras caminábamos hacia el campo, lo vi a lo lejos. Ricardo Torres, apoyado en un árbol, fingiendo leer un libro, pero sus ojos estaban fijos en mí. En mi vida pasada, mi corazón se habría acelerado, me habría puesto nerviosa y torpe, tratando de lucir bonita para él.
Pero ahora, al verlo, solo sentí un profundo y helado asco.
Él era el hombre que me había dejado morir quemada. Era un monstruo egoísta. Y yo había sido su tonta, su esclava voluntaria. Durante años, le llevé el almuerzo al campo, le lavé la ropa, le di mi dinero, todo con la esperanza de que algún día me mirara con amor. Él solo tomaba, nunca daba nada. Era un parásito que vivía de mi esfuerzo y del de su familia.
Mi hermana pequeña, Ana, me dio un codazo. "Elena, Ricardo te está mirando otra vez. ¿Por qué ya no le llevas agua fresca? Antes corrías a dársela en cuanto lo veías" .
La pregunta inocente de mi hermana me hizo detenerme. Todos mis hermanos me miraron, curiosos. Sabían de mi enamoramiento tonto. Era el momento de dejar las cosas claras.
Miré a mi familia y dije con voz firme: "Se acabó. Ricardo Torres puede conseguirse su propia agua. A partir de hoy, Elena Rojas solo va a trabajar para ella misma y para su familia" .
Mis padres me miraron con sorpresa, mis hermanos intercambiaron miradas confundidas. Podía ver la duda en sus ojos, probablemente pensaban que era un capricho pasajero. No los culpaba. Pero yo sabía la verdad. Esta vez, las cosas serían diferentes. El tiempo se encargaría de demostrarlo.