En mi vida pasada, yo lo ayudé a estudiar para el examen de ingreso a la universidad. Pasé noches en vela leyéndole los libros en voz alta porque a él le daba pereza, le hice resúmenes, le resolví los problemas de matemáticas. Él pasó el examen y se fue a la ciudad a estudiar, convirtiéndose en ingeniero. Yo me quedé en el pueblo, esperándolo, trabajando para mandarle dinero. Su éxito fue mi sacrificio.
Esta vez, no. Esta vez, la que iría a la universidad sería yo.
El problema era que México estaba a punto de cambiar. Recordaba vagamente las noticias de mi vida anterior. Pronto, el gobierno anunciaría la reapertura masiva de las universidades y la creación de un examen nacional de admisión. Esa era mi oportunidad. Tenía que prepararme.
Al día siguiente, desempolvé mis viejos cuadernos de la secundaria. Había sido una buena estudiante, pero había dejado la escuela para ayudar a mi familia. Al abrir los libros de matemáticas y física, me di cuenta de que había olvidado muchas cosas. Podía recordar los conceptos generales gracias a mi vida como esposa de un ingeniero, pero los detalles, las fórmulas, se me escapaban. Necesitaba ayuda.
Fui al pueblo con la excusa de comprar hilo. Mi verdadero objetivo era otro. Sabía que Ricardo, en su afán de impresionar a Sofía del Campo, la hija del director de la escuela, pasaba las tardes cerca de la casa de ella. Y Sofía, a su vez, estaba tratando de llamar la atención de Mateo Vargas.
Mateo era un joven del pueblo vecino, conocido por su inteligencia y su dedicación al estudio. Había terminado la preparatoria con las mejores calificaciones y todos decían que era un genio. En mi vida anterior, apenas me fijé en él, demasiado ocupada con mi obsesión por Ricardo. Ahora, lo veía con otros ojos.
Los encontré exactamente como esperaba. Ricardo estaba apoyado en una pared, intentando parecer interesante mientras leía un poema en voz alta. Sofía, a unos metros, fingía desinterés, pero no dejaba de lanzar miradas a Mateo, que estaba sentado en una banca, completamente absorto en un libro de cálculo.
Observé la escena con una frialdad analítica. Ricardo era un pavorreal presuntuoso. Sofía era una calculadora, buscando al mejor postor. Y Mateo... Mateo era la clave. Él era mi boleto para salir de esta vida de trabajo en el campo.
Sentí una punzada de vergüenza. Pedir ayuda no era fácil para mí, sobre todo a un extraño. Mi orgullo, forjado en una vida de autosuficiencia forzada, se resistía. Pero la visión de mi futuro, de convertirme en ingeniera, de forjar mi propio destino, era más fuerte que mi orgullo.
Tomé una respiración profunda. Dejé de lado mis miedos y mi vergüenza. Con pasos firmes, caminé directamente hacia la banca donde estaba sentado Mateo Vargas. Era hora de tomar el control de mi vida.