La puerta del despacho se cerró con un eco sordo, dejando a Leah sola con una mezcla de rabia y una ansiedad que no quería admitir. Salió tras él, deteniéndose en el umbral del despacho. Se quedó allí, en silencio, observando su silueta alejarse por el largo pasillo de mármol. Cada paso de él, firme y decidido, era un portazo en la cara a su petición, a su valía. Una parte de ella quería gritar su nombre, rogarle que tuviera cuidado. Otra, la parte que él mismo había forjado, quería lanzarle algo a la cabeza. Se quedó inmóvil, viéndolo desaparecer al girar hacia la gran escalera, sin mirar atrás ni una sola vez.
Derrotada y furiosa, se giró y entró en su habitación, a solo unos pasos por el mismo pasillo. Cerró la puerta y se apoyó contra la madera por un instante. La rabia bullía bajo su piel. Él la había elogiado, la había aceptado como su igual en la guerra, solo para relegarla al papel de mujer que espera en casa en el momento de la verdad. La contradicción era un veneno.
Con movimientos bruscos, se dirigió a la mesilla de noche y abrió el cajón. Había dejado su diario allí antes de irse a Cancún, un vestigio de la mujer que era antes de esa tregua de sol y mar. Lo sacó. La cubierta de cuero se sentía familiar y extraña al mismo tiempo, un ancla a una versión de sí misma que apenas reconocía. Se sentó en el borde de la inmensa cama, abrió el cuaderno en una página en blanco y, con el bolígrafo apretado entre los dedos, dejó que el torrente de sus pensamientos fluyera sobre el papel.
DIARIO DE LEAH
«Todavía no me creo que estoy escribiendo esto. Si paso las paginas y vuelvo a la primera, nadie diría que lo hubiera escrito la misma persona. Han pasado muchas cosas desde el juramento de sangre que tuve que hacer para demostrarle al mundo de Max que soy capaz de estar a su lado. Tuve el "honor" de conocer ese día a su "prometida". Supongo que si yo no era, seguro era ella. Y ella no tenía ningún inconveniente. Aunque yo también tenía las cosas más claras ese día. Pues desde ese día, el padre de ella se ha metido las narices en los negocios de Max. Tuvimos unas 2 semanas de tranquilidad en nuestra luna de miel. Creo que desarrollé sentimientos por él. Ahí me mostró un poco del hombre que se esconde tras "La bestia". Todavía no le he confesado mis sentimientos, ya que no estoy segura de ellos. Pero empiezo a apreciar su presencia. Ya no le tengo miedo, ni siquiera cuando me intenta amenazar. Y tampoco le confesaré nada si no sé tampoco lo que él siente. A ratos parece que soy importante para él, me incluye para pedirme opiniones, me deja estar a su lado cuando tiene alguna reunión, pero a veces, como ahora, me deja de lado. Después de ayudarlo a crear un plan y salvarle el pellejo, me deja en casa. En todo este tiempo no nos dijimos ni un te quiero ni un te amo. Aunque por mi parte hubo un te odio. Aunque mentí. No era odio. Nunca pude odiarlo, aunque mi mente gritaba que lo odiara. Siempre hubo atracción. Mi cuerpo tembló desde el primer día a su toque. No sé cómo fue posible.»
Cerró el diario con un suspiro tembloroso, sintiendo un nudo en la garganta. Ya no se sentía atrapada en la mansión, sino en el laberinto de sus propias emociones. Justo en ese momento, unos golpes suaves pero insistentes sonaron en la puerta.
-¿Leah? ¿Cielo, estás ahí?
Era Erika. Su voz fue como un bálsamo. Leah guardó el diario en el cajón y se recompuso tan rápido como pudo.
-Pasa -contestó entusiasmada.
La puerta se abrió de golpe y Erika entró como un torbellino de energía y preocupación. En cuanto la vio, corrió hacia ella.
-¡No sabes cuánto te he echado de menos! -exclamó, envolviéndola en un abrazo apretado y dándole besos sonoros en las mejillas.
Leah se rio, una risa genuina que alivió parte de la tensión en su pecho. Se aferró a su amiga como a un salvavidas.
-Y yo a ti.
Erika se apartó un poco para mirarla, sus ojos recorriendo el rostro de Leah, notando la sombra de conflicto en su mirada.
-¿Cómo sobreviviste con mi hermano a solas tanto tiempo?
Leah sintió un calor subirle por el cuello hasta las mejillas, un sonrojo que la delató al instante. Sus recuerdos de las noches apasionas . Apartó la mirada, una pequeña sonrisa curvando sus labios.
-Bueno... Digamos que en ese lugar no sentí la necesidad de sobrevivir, sino de vivir.
Erika la miró fijamente, una ceja arqueada, su expresión pasando de la preocupación a una comprensión divertida y profunda.
-Creo que ya no puedes disimularlo más. Estás jodidamente enamorada.
-Shh... No sé... Puede ser -susurró Leah, incapaz de negarlo por completo.
-Seguro que él también te ama -afirmó Erika con una convicción sorprendente-. He visto el cambio en él. En cómo te mira. No es el mismo Max.
Leah la miró, una chispa de esperanza frágil en sus ojos.
-¿Tú crees que puede tener sentimientos por alguien?
-Si recuerdas, te dije que no te enamoraras de él, que no tiene sentimientos. Pero verlo ahora... retiro lo dicho -dijo Erika, sentándose a su lado en la cama y tomándole las manos-. Seguro que te ama. Seguro que lo hace más de lo que te lo demuestra. Y será también cuestión de tiempo que lo haga. Le cuesta aceptarlo. Estoy segura. Todavía tiene que entender que se ha enamorado por primera vez en la vida. Y yo me alegro de que seas tú aquella persona, cielo. Aunque tuviste que sufrir al principio...
-Sí... Definitivamente los planes del destino no estaban alineados con los míos.
Erika le dio otro abrazo, esta vez más suave, más cómplice.
-Cuéntamelo todo. ¿Qué hicisteis en Cancún?
Y Leah empezó a hablar. Le contó del yate, del sol sobre su piel, de las cenas bajo las estrellas. Le habló de la calma, de la paz, de los raros momentos en los que se sentía como una mujer normal al lado de un hombre normal. Mientras hablaba, la furia que sentía por haber sido dejada atrás se fue disipando, reemplazada por la cálida nostalgia de esos catorce días de tregua. Erika la escuchaba con emoción, viendo en los ojos de su amiga el innegable brillo del amor.
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Mientras tanto, en las entrañas de la ciudad, la noche era fría. Una lluvia fina y persistente había comenzado a caer, convirtiendo el asfalto de Nueva York en un espejo oscuro que reflejaba las luces de neón como heridas sangrantes. El plan de Leah estaba en marcha.
Dentro de una furgoneta Mercedes negra, despojada de cualquier distintivo y aparcada en una zona industrial olvidada de Queens, reinaba una oscuridad solo rota por el resplandor azulado de múltiples pantallas. Era un centro de mando móvil, una burbuja de tecnología y silencio en medio del caos latente de la ciudad.
Max estaba sentado frente a la consola principal, su rostro impasible iluminado por el parpadeo de tres drones que sobrevolaban, invisibles, sus objetivos. No había rastro del hombre que había discutido con su esposa; aquí solo estaba el capo, el estratega, el depredador en su coto de caza. A su lado, Joey Vitale coordinaba las comunicaciones, su voz era un murmullo tranquilo y preciso en el auricular.
-Equipo Alpha en posición. Perímetro asegurado -informó la voz de Marco a través del canal encriptado. En una de las pantallas, Max vio el mapa del muelle de Red Hook, tres puntos verdes parpadeando al unísono.
En Brooklyn, el Equipo Bravo confirmaba su llegada a un patio de camiones rodeado por una valla de alambre de espino. En la pantalla, la visión térmica del dron mostraba dos perros guardianes que, tras un breve silbido, caían dormidos por dardos tranquilizantes. Limpio. Silencioso.
-Equipo Charlie listo en Queens -susurró otro hombre por la radio-. El objetivo está a la vista.
Max cogió el comunicador, su voz era un hielo cortante que no admitía el más mínimo error.
-Procedan. Tienen siete minutos. Sin disparos. Sin alarmas. Quiero que seamos fantasmas.
En tres puntos distintos de la ciudad, la coreografía de la destrucción comenzó.
En los muelles, los hombres de Marco se movieron como espectros entre los contenedores metálicos, sus botas de combate sin hacer ruido sobre el hormigón mojado. Colocaron los dispositivos incendiarios en los bajos de tres camiones de Krakov, sincronizando sus movimientos con una precisión militar.
En Brooklyn, el equipo de Joey forzó la cerradura de un almacén secundario. Dentro, palés de mercancía robada esperaban su distribución. No tocaron nada. Solo plantaron las cargas en puntos estructurales clave, diseñadas no para explotar, sino para arder lenta e inextinguiblemente.
En Queens, el equipo de Luca neutralizó a un único vigilante con una llave de estrangulamiento que lo dejó inconsciente antes de que pudiera emitir un sonido. Accedieron a un garaje que servía como fachada y colocaron un dispositivo en el motor del principal vehículo de reparto de Krakov.
Desde la furgoneta, Max lo veía todo. Era el director de una orquesta silenciosa y letal. Sus dedos se movían sobre la pantalla táctil, cambiando de cámara, ampliando imágenes, su mente procesando docenas de variables a la vez.
-Todos los equipos confirman. Cargas colocadas -anunció Joey, mirando a Max.
Max no respondió de inmediato. Levantó la vista de las pantallas y miró su reloj. El segundero avanzaba con una lentitud torturadora. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno.
Cogió la radio.
-Ahora.
En tres lugares distintos, al mismo tiempo, el infierno se desató. No hubo una explosión atronadora, sino el rugido sordo y creciente del fuego. En las pantallas de los drones, Max vio cómo las llamas naranjas comenzaban a devorar los camiones, los almacenes, las esperanzas de Vasil Krakov. Vio cómo el caos empezaba a extenderse, cómo las primeras sirenas lejanas comenzaban a aullar, dirigiéndose a los señuelos equivocados que habían preparado.
El plan de Leah era una obra de arte. Brutal. Perfecto.
Se reclinó en el asiento, una lenta y oscura sonrisa de pura satisfacción dibujándose en su rostro mientras observaba arder el pequeño imperio de su enemigo. La arquitecta de este caos estaba en su casa, probablemente durmiendo en su cama, ajena al fuego que había ayudado a encender.
-Todos los equipos se retiran. Sin bajas. Sin testigos -informó Joey, colgando el comunicador.
-Bien -dijo Max, sacando un teléfono encriptado de su bolsillo-. Vámonos a casa.
Sus pulgares se movieron con una rapidez letal sobre la pantalla.
Destinatario: Vasil Krakov.
Mensaje: Espero que te guste mi regalo.
Pulsó enviar. El mensaje era una bala invisible directa al orgullo de su enemigo.
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A kilómetros de distancia, en la suite de un hotel de lujo que servía como su fortaleza temporal en Nueva York, Vasil Krakov observaba la ciudad a través de un ventanal panorámico. Sostenía una copa de vodka helado en una mano, su rostro era una máscara de paciencia depredadora. A su lado, su hija Malina se pintaba las uñas de un rojo sangre, su expresión aburrida y resentida.
-¿Estás seguro de que vendrá, papá? -preguntó, sin levantar la vista-. Tal vez se asustó.
Vasil soltó una risa grave.
-Ravello no conoce el miedo, querida. Solo la arrogancia. Vendrá. Está demasiado furioso como para no hacerlo.
Justo en ese momento, su teléfono, apoyado sobre una mesa de mármol, vibró con la llegada de un mensaje. Vasil lo cogió con calma, esperando un informe de sus hombres apostados en el almacén. Pero el remitente no era uno de los suyos. Era un número desconocido.
Abrió el mensaje.
Espero que te guste mi regalo.
Vasil frunció el ceño, confundido por un instante. ¿Un regalo? ¿De quién? Antes de que pudiera procesarlo, su teléfono,
comenzó a sonar. Era el jefe de seguridad de su almacén principal.
Lo descolgó, su calma empezando a resquebrajarse.
-Habla.
-¡Señor, tenemos un problema! -gritó una voz al otro lado, el pánico ahogando sus palabras-. ¡Los almacenes de Brooklyn y Red Hook están ardiendo! ¡Y el patio de camiones de Queens también! ¡Hemos perdido la mercancía! ¡Toda!
El vaso de vodka se estrelló contra el suelo, haciéndose añicos. Malina dio un respingo, sobresaltada. Vasil se quedó inmóvil, el mensaje anónimo en la otra mano cobrando un nuevo y terrible significado.
Espero que te guste mi regalo.
La sangre se le subió al rostro, una marea de furia tan violenta que casi lo dejó sin aire. No era solo la pérdida económica. Era la humillación. Ravello no había caído en su trampa. Había jugado con él, lo había hecho esperar como a un idiota mientras desmembraba su operación por la espalda.
-¡RAVELLO! -rugió, un grito gutural que hizo temblar los cristales de la suite.
Barrió la mesa de mármol con el brazo, enviando botellas, vasos y un cenicero de cristal a estrellarse contra la pared. Malina se encogió en su asiento, aterrorizada ante la explosión de ira de su padre.
-¡Ese maldito mocoso! -continuó, caminando de un lado a otro como una bestia enjaulada-. ¡Se cree el dueño de esta ciudad! ¡Se cree intocable!
Se detuvo frente al ventanal, sus nudillos blancos al apretar los puños contra el cristal, como si quisiera estrangular el horizonte de Nueva York.
-Me humilló frente a todos. Rechazó a mi hija. Y ahora... ahora me escupe en la cara.
Se giró lentamente, sus ojos clavados en Malina, que lo miraba con miedo.
-Esto ya no es por negocios -siseó, su voz era un veneno helado-. Esto es personal. Ravello cometió un error. Me subestimó. Y ahora va a pagar por ello. No con dinero. No con mercancía.
Se acercó a su hija y le acarició la mejilla con una mano que temblaba de rabia.
-Va a pagar con lo que más valora. Esa puta de pelo negro que ahora llama esposa. Voy a arrancársela de los brazos. Y cuando la tenga, le enseñaré lo que le pasa a la gente que desafía a Vasil Krakov.
La promesa quedó suspendida en el aire, oscura y definitiva. La guerra ya no era fría. Acababa de convertirse en un incendio que amenazaba con consumirlos a todos.