SUYA POR ELECCIÓN
img img SUYA POR ELECCIÓN img Capítulo 3 El Santuario y la Bestia
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Capítulo 6 El Hielo y la Llama img
Capítulo 7 Fuego y Gasolina img
Capítulo 8 El Regreso a la jaula img
Capítulo 9  El Sabor de la Rendición img
Capítulo 10 Presa Equivocada img
Capítulo 11 Marcas en el Alma img
Capítulo 12 Guerra de almas img
Capítulo 13 La reina de hielo img
Capítulo 14 Veneno y Furia img
Capítulo 15 Reinas y Reyes img
Capítulo 16 Réplicas img
Capítulo 17 La verdad img
Capítulo 18 El Muro de Hielo img
Capítulo 19 La Princesa Rota img
Capítulo 20 Bailando con el Diablo img
Capítulo 21 Jaque Mate img
Capítulo 22 Un Nuevo Nosotros img
Capítulo 23 La Armadura de la Reina img
Capítulo 24 El Juego de la Reina img
Capítulo 25 Líneas cruzadas img
Capítulo 26 Cenizas y Treguas img
Capítulo 27 Territorio Salvaje img
Capítulo 28 La estrella rota img
Capítulo 29 El Casino de Chicago img
Capítulo 30 La Fiera Y el Buitre img
Capítulo 31 El secreto roto img
Capítulo 32 Corazones Exiliados img
Capítulo 33 La trampa de la Serpiente img
Capítulo 34 La lealtad de un hermano img
Capítulo 35 La sombra del Oso img
Capítulo 36 Dos rayas img
Capítulo 37 El cebo del padre img
Capítulo 38 Treinta minutos img
Capítulo 39 Sangre y verdades img
Capítulo 40 Epílogo img
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Capítulo 3 El Santuario y la Bestia

Capítulo 3 - El Santuario y la Bestia

Entró en la mansión con un sigilo que era su segunda naturaleza. La casa estaba sumida en un silencio profundo, una quietud que contrastaba con los incendios que aún ardían en la ciudad. Subió la gran escalera de mármol, sus pasos no producían ni un solo eco. Cada peldaño que subía aumentaba la anticipación. La imaginaba esperándolo, despierta, tal como él se lo había ordenado.

Giró el pomo de la puerta de su habitación con una suavidad infinita y entró, cerrándola tras de sí sin hacer ruido. La única luz provenía de la luna que se filtraba a través de un hueco en las cortinas, bañando la estancia en una luz pálida y fantasmal.

Pero no estaba solo Leah en la cama.

Se detuvo en seco. Su mirada, acostumbrada a la oscuridad, recorrió la escena. Hechas un ovillo en el centro de la inmensa cama, Leah y Erika dormían profundamente, abrazadas. El pelo negro de Leah se mezclaba con el rubio de Erika sobre la almohada, sus respiraciones eran lentas y acompasadas. Parecían dos niñas que se habían quedado dormidas después de una noche de secretos, un santuario de inocencia en el corazón de su violento mundo.

Una oleada de emociones contradictorias lo golpeó. Primero, una punzada de irritación, de celos casi. Ese era su lugar, el espacio junto a Leah le pertenecía a él. Pero la ira se disolvió tan rápido como llegó, reemplazada por algo más suave, algo que no se atrevía a nombrar. Verla así, tan en paz, tan protegida por la presencia de su amiga, desarmó a la bestia. Despertarlas, reclamar su sitio, habría sido una profanación.

Se acercó a la cama con un cuidado infinito, arrodillándose en el suelo junto al lado de Leah. Contempló su rostro en la penumbra, la forma en que sus pestañas oscuras descansaban sobre sus mejillas, sus labios ligeramente entreabiertos. Se inclinó, muy despacio, hasta que su nariz rozó el cabello de ella, inspirando su aroma, una mezcla de su propio champú y el olor único y adictivo de su piel. Era el único olor que lo calmaba, que lo anclaba.

Con una delicadeza que contradecía la naturaleza de sus manos, le dio un beso suave en la frente, un toque tan ligero como el ala de una mariposa. Se quedó así un segundo más y luego, con una resignación que le era completamente ajena, se puso de pie.

Se giró y salió de la habitación con el mismo sigilo con el que había entrado, cerrando la puerta tras de sí. Caminó por el pasillo silencioso hasta una de las habitaciones de invitados, una estancia lujosa pero impersonal que rara vez se usaba.

Abrió la puerta y entró en la oscuridad. Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre un sillón. Se desabrochó la camisa, se sentó en el borde de la cama y se pasó las manos por el rostro, un suspiro de pura frustración escapando de sus labios.

Durmiendo en un cuarto de invitados en mi propia casa, pensó, una ironía amarga curvando sus labios en la oscuridad.

Caminó directamente hacia el gran ventanal que daba al jardín oscuro. Sacó un cigarro, el clic del encendedor fue un sonido agudo y solitario. Encendió la punta y la brasa anaranjada iluminó por un instante su rostro, una máscara de agotamiento y conflicto. Mirando a lo lejos la silueta de los árboles meciéndose con el viento, le dio una profunda calada al cigarro.

El humo se arremolinó a su alrededor mientras la ciudad comenzaba a despertarse en la distancia. Había ganado la batalla de esa noche. Había humillado a Krakov, había reafirmado su poder. Pero en la soledad de esa habitación, la victoria se sentía hueca. Porque la mujer que había ideado el plan, la mente brillante que lo había impresionado hasta la médula, dormía tranquilamente al lado de su hermana, encontrando en ella el consuelo que él no sabía cómo dar.

Exhaló el humo en un suspiro largo y pesado. La había forjado, la había empujado a sus límites, y ella no solo había sobrevivido, sino que había florecido en la oscuridad, convirtiéndose en algo que él deseaba y, por primera vez, temía perder.

La guerra con Krakov apenas comenzaba. Y Max supo, en la fría calma de esa madrugada, que ya no luchaba solo por un imperio.

Luchaba por su reina.

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La luz del sol se derramaba por los ventanales, inundando la habitación con una calidez que disipaba las últimas sombras de la noche. Leah se removió perezosamente, sintiendo el peso reconfortante de un brazo sobre su cintura. Por un instante, pensó que era Max, pero el aroma a perfume floral y la suavidad del tacto la anclaron a la realidad. Se giró y se encontró con el rostro sonriente de Erika, que ya la observaba con una expresión divertida.

-Buenos días, cuñada -dijo Erika, su voz era una melodía alegre en el silencio de la mañana.

Leah le devolvió la sonrisa, una sensación de paz instalándose en su pecho.

-Buenos días, cariño.

Se levantó de la cama, la camiseta negra de Max deslizándose por sus muslos, y se dirigió al baño. Mientras el agua fría corría sobre sus manos y salpicaba su rostro, su mente inevitablemente voló hacia él. ¿Dónde estaría? ¿Habría vuelto? ¿Dónde había pasado la noche? La furia de la noche anterior se había disipado, dejando solo una ansiedad sorda y persistente.

Cuando salió, secándose la cara con una toalla, encontró a Erika estirándose como una gata.

-¿Crees que está bien? -preguntó Leah, su voz apenas un susurro.

-¿Quién? ¿Max? -Erika soltó una risita-. Las malas hierbas nunca muere, cariño. No te libras tan fácilmente de él. Seguro que está bien. Vamos a desayunar, me muero de hambre.

Bajaron la gran escalera juntas, sus pasos ligeros resonando en el mármol. Al llegar a la entrada del comedor, se detuvieron.

Max ya estaba allí. Sentado en la cabecera de la mesa, vestido con un impecable traje oscuro, sostenía una taza de café, su mirada perdida en los jardines a través del ventanal.

Al sentir su presencia, levantó la vista. Sus ojos se posaron en Leah, una intensidad silenciosa en su mirada que la hizo detener el aliento por un segundo.

-Max... -dijo ella, acercándose a la mesa-. ¿Cuándo has llegado?

-En la madrugada -respondió él, su voz era un murmullo grave, sin inflexiones.

Erika, rompiendo la tensión con su habitual despreocupación, se sentó con una sonrisa radiante.

-Hola, hermanito.

Leah tomó asiento frente a él, el corazón latiéndole con una fuerza sorda. No sabía cómo formular la pregunta que le quemaba en la garganta.

-H-has dormido... ¿en casa? -tartamudeó finalmente.

Max dejó la taza sobre el platillo con un suave clic. Levantó una ceja, una lenta y peligrosa sonrisa dibujándose en sus labios.

-¿Y esa pregunta? ¿Estás celosa, esposa?

El calor subió a las mejillas de Leah al instante.

-Solo te pregunté...

-Dormí en el cuarto de invitados -la interrumpió él, su sonrisa ensanchándose al ver su reacción-. Se os veía muy cómodas a las dos. No os quise despertar.

La explicación la desarmó. Se quedó en silencio, una mezcla de alivio, vergüenza y una extraña calidez instalándose en su pecho. Él no la había reclamado. Les había dado su espacio. El gesto, tan inesperado, se sintió más íntimo que cualquiera de sus besos posesivos. Erika los observaba a ambos con una sonrisa de complicidad.

El desayuno transcurrió en una calma extraña. La presencia de Erika actuaba como un amortiguador, permitiendo una apariencia de normalidad. Hablaron del éxito de la operación de la noche anterior, y Max, para sorpresa de Leah, le dio crédito públicamente por la estrategia.

-Tu cuñada tiene un instinto para la guerra, Erika. Krakov no supo qué le golpeó.

El elogio hizo que Leah sintiera un orgullo oscuro y confuso. Cuando terminaron, Erika se levantó, recogiendo su bolso.

-Bueno, familia, yo me voy a mi casa, que tengo cosas que hacer. Me alegro de que estéis bien -dijo, dándole a Leah un abrazo fuerte y un beso sonoro . Despues le hizo un guiño a su hermano-. Os dejo solos, seguro os habeis echado mucho de menos.

-Cuídate -respondió Leah, agradecida por su visita.

Erika se fue, dejando a Max y a Leah solos de nuevo en el inmenso comedor. El silencio que quedó era diferente, cargado de una nueva tensión.

-Si has echado de menos tu rutina de antes de irnos, pues hoy volverás a ella -dijo Max, rompiendo la quietud.

Leah lo miró por encima de su taza de café, una chispa de desafío en sus ojos.

-Pues la verdad que no. Pero sí echo de menos las clases.

Max sonrió, una sonrisa lenta y calculadora.

-Si quieres seguir teniendo las clases, seguirás con el entrenamiento.

-Está bien -cedió Leah, sabiendo que era una batalla perdida.

Max se levantó y caminó lentamente alrededor de la mesa hasta detenerse detrás de la silla de ella. Se inclinó, su aliento cálido rozándole la nuca.

-No me has dado mi beso de buenos días.

Leah levantó la barbilla, un destello de desafío en sus ojos.

-Y tampoco tengo pensado dártelo.

Una sonrisa depredadora se dibujó en los labios de Max. Con un movimiento rápido, la levantó de la silla, tirando de ella hasta que su cuerpo quedó pegado al de él. La mesa crujió bajo su cuerpo cuando Max la empujó contra el borde, su pelvis presionando la curva de su trasero, como si quisiera tatuar su presencia allí

-Angelito, todavía no has aprendido nada de cómo funcionan las cosas -susurró, sus labios rozando su oreja.

La caricia la enloqueció. Max tenía una forma de volverla loca al instante, de hacer que lo deseara con solo un roce. Su cuerpo la traicionó, ablandándose contra el de él.

-Anoche me dejaste de lado -murmuró ella, su voz apenas un hilo sonoro, una mezcla de reproche y una vulnerabilidad que odiaba mostrar.

-No me digas que sigues molesta -respondió él, su voz era una vibración grave y divertida. Su mano descendió por su abdomen, sus dedos rozando deliberadamente la tela de sus pantalones hasta detenerse sobre su entrepierna-. Se me ocurre una cosa para que dejes de estarlo.

La presión de sus dedos, firme y precisa, le robó el aliento. Leah jadeó, un calor instantáneo inundándola. Puso su mano encima de la de él, intentando detenerlo.

-Creo que nn-no... -comenzó a decir, pero un gemido ahogado se le escapó de la boca, traicionándola por completo.

Max sonrió contra su cuello, sintiendo el temblor de ella.

-Ya estás tan mojada, angelito.

Y entonces la besó.Su lengua no buscó permiso. Invadió, marcó, devastó. Un beso feroz, lleno de deseo, un beso donde quería recuperar parte del dominio que sentía haber cedido. Y casi lo consigue. Estaba a punto de perderse en él, de dejar que la consumiera allí mismo, cuando la voz de Marco, tensa y nerviosa, resonó desde la entrada del comedor.

-Jefe... Ethan ha llegado.

Max se detuvo en seco, un gruñido de pura frustración escapando de su garganta. Apartó la mano de la intimidad de Leah con un movimiento brusco, aunque no la soltó del todo. Se separó apenas unos centímetros, su respiración tan agitada como la de ella.

-Que pase -dijo entre dientes, sin girarse para mirar a Marco.

Luego se acercó al oído de Leah, su aliento era una promesa caliente contra su piel.

-Nos vemos después de tus clases. Estaremos solos y no tendrás forma de librarte. Y sé que no querrás hacerlo.

Le dio un último beso corto y posesivo en los labios antes de soltarla y dirigirse a su despacho, dejando a Leah temblando en medio del comedor, con el cuerpo ardiendo.

Se alisó la camiseta de Max que llevaba puesta, sintiéndose expuesta y vulnerable. Marco, que había presenciado el final de la escena con una profesionalidad imperturbable, se aclaró la garganta.

-El profesor Croft la espera, Señora Ravello.

Leah se giró hacia él, su mente corriendo a toda velocidad. No podía presentarse así, con los labios hinchados y la respiración agitada.

-Marco -dijo, su voz más firme de lo que esperaba-, dile al señor Croft que me espere en la biblioteca, por favor. Necesito cambiarme. Subo en cinco minutos.

Marco asintió sin una palabra y se retiró. Leah subió la gran escalera casi corriendo. Entró en su habitación, se quitó la camiseta de Max y los pantalones cortos que llevaba y eligió unos pantalones de tela elegantes y una blusa de seda color crema. Se vistió con movimientos rápidos y se miró en el espejo. La mujer que le devolvía la mirada parecía serena y en control, una máscara perfecta para el caos que sentía por dentro.

Al entrar en la biblioteca, Ethan Croft ya estaba de pie junto a la gran mesa de caoba, con varios libros abiertos frente a él.

-Leah -la saludó con una leve inclinación de cabeza-. Espero que estés lista. Hoy nos adentramos en un territorio fascinante.

Se sentó y le hizo un gesto para que ella hiciera lo mismo. Sobre la mesa, abierto, estaba "El Príncipe" de Maquiavelo.

-La última vez , hablamos de Antígona y la ley moral frente a la ley del estado -comenzó Ethan-. Hoy, con Maquiavelo, exploraremos una idea más... pragmática. La idea de que el poder no se rige por la moral, sino por la necesidad.

Leah se sentó, sus dedos rozando la cubierta del libro. La ironía era casi insoportable.

-"El fin justifica los medios" -murmuró ella.

-Exactamente -confirmó Ethan, una sonrisa analítica en sus labios-. Maquiavelo argumenta que un príncipe, para mantener su estado y su poder, debe estar dispuesto a actuar en contra de la fe, la caridad y la humanidad. Dime, Leah, ¿crees que es posible gobernar sin ensuciarse las manos?

La pregunta la golpeó. Pensó en Max. Él era la encarnación de Maquiavelo. Un príncipe moderno que gobernaba un reino de sombras.

-Supongo que no -respondió, su voz apenas un susurro-. Pero, ¿dónde está el límite? ¿Cuándo deja un gobernante de ser un estratega y se convierte en un tirano?

-Ah, esa es la cuestión fundamental -dijo Ethan, inclinándose sobre la mesa-. Maquiavelo diría que es mucho más seguro ser temido que amado. ¿Estás de acuerdo?

Leah pensó en los hombres de Max. En el respeto temeroso que le profesaban. En el miedo que ella misma había sentido, un miedo que ahora se estaba transformando en algo más complejo.

-El miedo garantiza la obediencia -admitió-. Pero la lealtad garantiza que esa obediencia no se quiebre a la primera oportunidad.

-Una respuesta excelente -la elogió Ethan-. Demuestras una comprensión intuitiva del poder que va más allá de la simple lectura.

Pasaron la siguiente hora debatiendo, aunque su mente y su cuerpo empezaban a anticiparse al entrenamiento que seguía después con Max.

            
            

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