-¿Qué es eso? -preguntó, con voz ronca.
Damián miró la caja y luego a ella. Parecía vacilante, casi avergonzado.
-Julia... tiene una petición.
Le explicó lo que había sucedido. El intento de suicidio de Julia. La pérdida de su bebé. Y su extraño deseo de una obra de arte conmemorativa.
Elena lo miró fijamente, incapaz de comprender la pura audacia de aquello. ¿Una pintura? ¿Para el hijo de su prometido y su hermanastra? ¿El hijo concebido mientras él todavía le prometía el mundo a Elena?
Entonces sus ojos se enfocaron en la caja de sándalo. La reconoció.
Se la había regalado en su cumpleaños número 21. Dentro había un bisturí con mango de plata, su hoja exquisitamente afilada. Era una herramienta profesional para una artista que a veces trabajaba con materiales poco convencionales, raspando y cortando sus lienzos.
"Para mi artista número uno", decía la tarjeta. "Que siempre crees cosas hermosas".
Recordaba ese día. Él le había tomado la mano, trazando las líneas de su palma.
-Estas manos -había susurrado-. Son mágicas. Nunca dejaré que nada les haga daño.
El recuerdo era tan dulce que sabía a veneno.
-¿Qué quiere que pinte? -preguntó Elena, el pavor enroscándose en sus entrañas.
Damián abrió la caja. El bisturí de plata brilló bajo la suave luz de la habitación. No pudo mirarla a los ojos.
-Quiere que uses tu sangre.
Las palabras cayeron en la silenciosa habitación como piedras. Sangre. Su sangre. Para pintar un memorial de su aventura.
La habitación se inclinó. Elena sintió una ola de náuseas. La incredulidad luchaba con un horror frío y creciente. Esto no era solo un insulto. Era una profanación. Era un ritual de humillación, diseñado por Julia y ejecutado por el hombre que decía amarla.
¿Por qué todavía dolía? Después de renacer, después de conocer el alcance total de su traición, ¿por qué esta nueva crueldad se sentía como una herida fresca? Pensó que había blindado su corazón, pero el dolor seguía ahí, un miembro fantasma doliendo por una vida que era una mentira.
-Damián -dijo él, su voz baja y suplicante-. Sé que es algo terrible de pedir. Pero ella está... destrozada. Ve esto como una forma de que expíes tu culpa. Una forma de que todos superemos esto. -La miró, sus ojos rogando por su comprensión-. Una vez que esto termine, se acabó. Lo juro. Finalmente podremos ser libres de todo esto.
Expiación. La palabra era una burla.
-¿Expiar qué? -la voz de Elena era un susurro entrecortado-. ¿Por querer que mi prometido fuera fiel? ¿Por no querer a su amante en mi vida?
-¡Perdió un hijo, Elena! -la voz de Damián se alzó, su culpa volviéndolo defensivo-. ¡Un hijo que habría sido mi hijo o mi hija!
-¡Y yo perdí mi vida! -las palabras se le escaparon de la garganta antes de que pudiera detenerlas. Eran salvajes y crudas-. ¡Perdí mi vida por culpa de ustedes dos!
Damián se estremeció, confundido por su arrebato.
-¿De qué estás hablando? Estás aquí mismo.
-Estás ciego -dijo ella, su voz llena de una certeza repentina y escalofriante-. Estás voluntaria y deliberadamente ciego. -Miró el bisturí, luego su rostro. Una nueva y aterradora calma se apoderó de ella.
Lo haría. Les daría su libra de carne. Pero sería en sus términos.
-Está bien -dijo, su voz bajando a un susurro-. Lo haré.
Damián pareció aliviado.
-Gracias, Elena. Sabía que lo harías...
-Pero -lo interrumpió, sus ojos clavados en los de él-, tú tienes que hacer el corte.
Él la miró, sin comprender.
-¿Qué?
-Me oíste -dijo, extendiendo su muñeca izquierda, la piel pálida y delicada sobre un mapa de venas azules-. Si voy a expiar mi culpa, entonces tú serás quien ejecute el castigo. Tomarás ese bisturí, el que me diste, y sacarás la sangre tú mismo.
Su voz era suave, pero su exigencia era absoluta.
-Quiero que lo sientas. Quiero que veas cómo sucede. Y quiero que recuerdes este momento por el resto de tu miserable vida.
Damián retrocedió como si lo hubiera golpeado. Miró el bisturí, luego su muñeca, su rostro palideciendo. Recordó haber sostenido esa misma mano, prometiendo protegerla.
-Elena, no... no puedo.
-¿No puedes? -se burló ella, sus labios curvándose en una mueca-. ¿Dónde está el hombre que me acusó de no tener corazón? ¿Dónde está el hombre que exigió que pasara mi vida de rodillas? ¿No tienes el valor de cumplir?
Su rostro se sonrojó de ira y vergüenza. Arrebató el bisturí de la caja, sus nudillos blancos.
Se acercó a la cama, su mano temblando mientras levantaba la hoja. Vaciló, sus ojos fijos en su muñeca. Recordaba haber besado ese mismo lugar cien veces.
Elena no se inmutó. Solo lo observaba, sus ojos fríos y vacíos.
-Espera -dijo de repente, su voz aguda.
Un destello de esperanza cruzó el rostro de Damián. Pensó que se estaba echando atrás.
-¿Elena?
-Necesito mi lienzo -dijo, su voz plana y profesional-. Y mis pinceles. Si voy a hacer esto, lo voy a hacer correctamente. No quiero desmayarme por la pérdida de sangre antes de que la obra maestra esté completa.