Vendida al Ceo despiadado
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Capítulo 3 03

Había pasado una semana desde que Yia fue llevada a ese lugar, y las cosas no habían mejorado. Cada día era una lucha constante por mantener su dignidad, aunque no siempre lo lograba. Las mujeres que, como ella, estaban atrapadas allí por la fuerza, la trataban con desprecio, especialmente aquellas que habían sido rentadas por Madame de la Crow. Yia no se dejaba pisotear, siempre devolvía los insultos y las provocaciones, pero eso solo terminaba en castigos más severos. Cada vez que le daban una paliza o la humillaban, Yia se preguntaba cuánto más podría resistir.

Una tarde, después de un castigo particularmente doloroso, Yia se acercó a Susan, buscando respuestas. A pesar de su determinación por mantenerse firme, ya no entendía por qué las mujeres rentadas la trataban tan mal.

-¿Por qué me odian tanto? -le preguntó, con los ojos llenos de frustración.

Susan la miró con una expresión triste, casi resignada.

-Es más que obvio -respondió, sin rodeos. Yia frunció el ceño, sin comprender del todo.

Fue entonces cuando Sol, la chica de cabello castaño y actitud ruda, se acercó a ellas, escuchando la conversación con atención. Era evidente que todas las mujeres que vivían allí compartían una sensación de celos, pero Yia no podía entender por qué ella era el objetivo.

-Lo que pasa, Yia -dijo Sol con voz grave-, es que todas están celosas de ti. Celosas de que tú puedas ser comprada. Ellas no tienen esa opción. Son las que quedan, las que nadie quiere.

Yia no entendía. No podía comprender cómo algunas de esas mujeres, que aparentemente tenían la opción de quedarse o irse, seguían en ese lugar.

-¿Por qué están aquí entonces? -preguntó, desconcertada.

Sol suspiró, como si le costara hablar de ello, y luego miró a la mujer que estaba en una esquina, apartada de todas las demás.

-Ellas son las mujeres que no vendieron en el pasado. Ahora tienen que vender su cuerpo todos los días. Nosotras somos mercancía, Yia, pero ellas... ellas son las que no lograron escapar, las que no consiguieron un comprador en la última subasta. Ahora tienen que vivir vendiendo su cuerpo a quien se les ofrezca.

Yia se quedó en shock. No podía creer lo que estaba oyendo. Nunca imaginó que las cosas pudieran ser tan horribles.

-Pensé que ellas estaban aquí por decisión, por dinero -murmuró, mirando hacia donde Sol había señalado a la mujer, Clara, que estaba perdida en sus pensamientos.

Sol negó con la cabeza, y su rostro se endureció.

-No. Clara, la de ahí -dijo, señalándola de nuevo- me lo advirtió. Si no nos venden con algún magnate, seremos rentadas el resto de nuestras vidas. No tenemos opción. Es un ciclo del que no se puede salir.

Yia sentía que su mundo se desplomaba. El horror que ya había experimentado hasta ese momento parecía empeorar con cada palabra.

-No sé cuál de los escenarios es peor -respondió Yia, con un nudo en la garganta. No podía imaginar una vida como la de esas mujeres.

-Llevo dos meses aquí -dijo Sol, con una mirada sombría-. Esta es mi primera subasta. Ojalá alguien me compre, o acabaré como todas ellas, pasando de un hombre a otro, vendiéndome, sin poder salir jamás.

Susan suspiró, y su voz tembló un poco cuando habló.

-Yo llevo tres meses aquí. Esta es mi última subasta. Si no me compran, terminaré como ellas, o peor... seré una de las rentadas.

Yia miró a las mujeres que estaban a su alrededor, sintiendo una desesperación creciente. ¿Qué sería de ellas después de la subasta? ¿Y qué sería de ella?

Antes de que pudiera decir algo más, los hombres de Madame entraron en la habitación, interrumpiendo su conversación. Uno de ellos les indicó que se prepararan. El gran día había llegado. Madame de la Crow realizaría la subasta, y no había vuelta atrás.

Yia trató de calmarse, pero la sensación de terror crecía dentro de ella. Sabía que la subasta no solo decidiría su destino, sino que también marcaría el comienzo de una nueva etapa en su vida, para bien o para mal. No podía dejar de pensar en lo que estaba por venir, pero una cosa era segura: no estaba dispuesta a rendirse sin luchar.

Las mujeres se levantaron, temblorosas pero firmes, sabiendo que ese día podría ser el final de su sufrimiento... o el inicio de un tormento aún peor.

Yia se miró en el espejo del pequeño vestidor donde la habían dejado para prepararse. El reflejo que la observaba la hizo sentir una asfixiante oleada de repulsión. El vestido que Madame había elegido para ella era una prenda de seda roja, ajustada al cuerpo, con un escote profundo que dejaba muy poco a la imaginación. La abertura en la falda permitía que sus piernas quedaran expuestas, como si la pieza de ropa no fuera más que una forma de exhibirla ante los demás. El solo hecho de ver su imagen allí, tan vulnerable, la hizo sentir realmente sucia, como si su dignidad ya no le perteneciera.

Quiso gritar, arrancarse ese vestido, borrar la imagen de sí misma que le devolvía el espejo. Pero nada de eso podía cambiar lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué le estaba pasando esto a ella? ¿Por qué tenía que ser su vida la que se desmoronaba de esa manera?

La rabia y la tristeza se mezclaban en su pecho, pero lo que más la atormentaba era la impotencia. Quería luchar, salir de allí, pero algo en su interior le decía que ya no quedaba mucho por hacer. No podía ignorar lo que había ocurrido unos días atrás.

Una nueva chica había llegado al lugar, una joven que, al igual que ella, parecía tener la misma determinación en sus ojos. Era una guerrera, una chica que no se rendiría fácilmente. Yia pensó que, tal vez, podría encontrar en ella una aliada, alguien con quien compartir sus miedos y esperanzas de escapar. Pero Madame no estaba de buen humor ese día, y la chica fue castigada de manera cruel. Los gritos y súplicas de la joven resonaban en los pasillos esa noche, desgarrando el silencio de la casa. Yia y las demás chicas escucharon, aterradas, sin saber con certeza qué estaba pasando.

Al día siguiente, la chica regresó al cuarto, pero ya no era la misma persona. Había algo en sus ojos, algo roto, algo que Yia no podría describir con palabras. La joven ni siquiera decía una palabra. Su mirada estaba vacía, su rostro una máscara de desesperación. Parecía una sombra de lo que había sido, y esa imagen quedó grabada en la mente de Yia como una advertencia de lo que podría pasarle a ella.

Esa misma noche, la chica se quitó la vida.

El golpe fue brutal. Para todas las que estaban en ese lugar, fue un recordatorio doloroso de la realidad en la que vivían. La joven que había llegado con la misma fuerza que Yia, había decidido que no podía soportarlo más. No se podía escapar de ese lugar. La muerte parecía ser la única salida.

Las palabras de Sol resonaron en su cabeza, esas mismas palabras que había escuchado hace un momento: "Si no nos venden, seremos rentadas el resto de nuestras vidas." Y aquella chica que había intentado resistir, había optado por la única libertad que le quedaba.

Yia no podía evitar preguntarse: ¿Era esa la única manera de ser libre? ¿Era esa la única forma de escapar del dolor y la humillación que les esperaba? ¿Morir?

Las lágrimas se acumulaban en sus ojos mientras miraba el reflejo en el espejo, su propia imagen, y se preguntaba si ella sería capaz de soportarlo todo. Podía sentir que la desesperación comenzaba a tomar su lugar en su corazón. Pero una pequeña chispa de resistencia seguía ardiendo en lo más profundo de su ser, aunque no sabía por cuánto más tiempo podría mantenerla encendida.

            
            

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