-Linda -continuó Madame, acercándose lentamente-, no me mires así. Créeme, muchas de las mujeres que son subastadas viven vidas mejores que la que tenías antes. Estás por vivir una vida de lujo, algo que te mereces.
Yia tragó saliva, su garganta apretada por la rabia que amenazaba con estallar. Las palabras de Madame eran como veneno, diseñadas para someter, para hacerla creer que de alguna manera su destino no era tan malo. Pero Yia no podía callarse, no quería que ella pensara que estaba ganando.
-¿A cuántas de ellas les has preguntado? -respondió con furia, su voz temblando de ira contenida. -Porque lo único que haces es venderlas, como si fueras una comerciante, y lo que importa al final es lo que el comprador pague, no lo que nos pasa después.
Madame se detuvo un momento, una mueca cruzando su rostro, su sonrisa se deshizo al instante. Yia sabía que había golpeado una fibra sensible, pero eso solo aumentaba su desprecio. Sabía que todo lo que Madame decía era solo una fachada, una mentira para justificar lo que estaba haciendo. Los hombres que compraban a esas mujeres no se preocupaban por sus vidas, solo por su dinero, y Madame sabía bien que, tarde o temprano, todas las chicas terminarían igual: utilizadas y olvidadas, como mercancía que ya no tiene valor.
Madame apretó sus labios, su rostro ahora serio y algo frío. Yia podía ver el cambio en su actitud, como si, por un momento, hubiera dejado caer la máscara de cortesía para mostrar su verdadera naturaleza.
-Es mejor que te apresures a salir -dijo finalmente, con voz autoritaria-. Muchos de nuestros clientes han viajado desde muy lejos solo para conocerte a ti.
Yia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No quería seguir su orden, no quería ser parte de ese maldito espectáculo, pero sabía que no tenía opción. La puerta estaba abierta y Madame ya esperaba fuera, con la expectativa de que Yia la siguiera sin protestar.
Yia levantó la barbilla, desafiando a la mujer con la mirada, pero por dentro sentía un nudo en el estómago. Estaba atrapada en su propia pesadilla, y no había forma de escapar. Cada paso que daba hacia la puerta era un paso más hacia su futuro incierto, hacia un destino que no había elegido, pero que parecía ser el único que le quedaba.
Mientras cruzaba el umbral, pensó en lo que venía a continuación. Su vida se estaba reduciendo a una simple transacción. Podría ser comprada por cualquier hombre, desde un sádico sin escrúpulos hasta un asesino sin alma. Pero, en su interior, una parte de ella aún se negaba a rendirse. No importaba lo que viniera, no iba a ser una más de las mujeres que perdían su humanidad por completo. Al menos, hasta que su última respiración fuera tomada, ella seguiría luchando, aunque fuera solo en su mente.
El aire estaba denso, pesado con el eco de murmullos y risas nerviosas. Yia apretó los labios y se tocó la máscara que le habían entregado, una máscara sencilla pero elegante, que cubría su rostro, aunque ni siquiera esa tela parecía darle protección. La máscara no solo ocultaba su identidad, sino que también la hacía sentir más distante de la realidad, como si no fuera más que una sombra de sí misma, preparada para ser observada, evaluada y, finalmente, vendida.
Cada chica estaba alineada frente al escenario, todas con sus propias máscaras, todas tan diferentes entre sí, pero unidas por un destino común. Yia podía sentir cómo el miedo, la ansiedad, y una creciente repulsión se apoderaban de ella mientras todas hacían una especie de desfile, una pasarela en la que se mostraban como si fueran piezas de arte, o peor aún, mercancía. Sus cuerpos se movían con una mezcla de gracia forzada y tristeza, pero el brillo en sus ojos delataba la lucha interna, el deseo de ser vistas como algo más que una simple propiedad.
El escenario no era muy grande, tal vez lo suficiente para albergar a unas cien personas, todas observando con atención, con el brillo de la codicia reflejado en sus miradas. La luz era tenue, creando un ambiente artificialmente cálido, que contrastaba con la frialdad que Yia sentía en su pecho. El sonido de los tacones de las otras chicas resonaba en la sala mientras tomaban su lugar, cada una tomando su turno para caminar, posar y mostrar sus atributos como si fueran marionetas en una obra macabra.
Yia, como todas las demás, sabía que no era nada más que una vitrina, un escaparate de carne humana. En su interior, sentía una mezcla de impotencia y furia. Pensaba en todo lo que le había llevado hasta ese momento y en todo lo que había perdido, pero también pensaba en nada, como si su mente hubiera apagado cualquier pensamiento lógico, para evitar volverse loca por la magnitud de lo que estaba sucediendo.
De repente, un murmullo se alzó en la sala cuando Madame apareció en el escenario, con su andar elegante y esa sonrisa fría y calculadora. Con una mano levantada, pidió silencio.
-Bienvenidos a todos, caballeros -dijo con voz suave pero firme, y la sala se quedó en silencio, expectante. Ella era la estrella del show, la orquesta que dirigía toda esta pesadilla-. Esta noche, como siempre, tendrán la oportunidad de adquirir lo mejor de lo mejor. Nuestras chicas son únicas, jóvenes, vírgenes y, por supuesto, dispuestas a cumplir con todos los deseos de sus nuevos dueños.
Yia no podía dejar de mirar al público, y lo que vio la hizo estremecerse. La mayoría de los hombres que se encontraban allí eran mayores, tal vez en sus 70 años, algunos más viejos, con caras arrugadas y cuerpos que denotaban años de excesos. La repulsión que sintió fue tan fuerte que por un momento, deseó poder desvanecerse, desaparecer entre las sombras.
¿Era esto lo que le esperaba? ¿Ser comprada por uno de esos hombres que, probablemente, la usarían y la olvidarían, como a tantas otras antes que ella?
Quiso gritar, huir, pero algo la detuvo. En el último instante, cuando su corazón amenazaba con salirse de su pecho, sintió una mano cálida sobre la suya. Era Susan. La chica rubia que siempre la había apoyado, la que había estado junto a ella en las noches más oscuras.
Susan la miró con una pequeña sonrisa, tan suave y cálida que Yia sintió que el peso de su angustia se aligeraba un poco.
-Tranquila, Yia -susurró Susan, sin que nadie más pudiera escuchar. -Lo haremos juntas. No estás sola.
Las palabras de Susan no eliminaron el miedo, ni la repulsión que Yia sentía, pero le dieron algo que hacía mucho tiempo no sentía: un poco de consuelo, un refugio en medio de la tormenta. Aunque todo estaba en su contra, Yia sabía que no estaría completamente sola en esta pesadilla.
Pero, al mismo tiempo, había una sensación amarga en el aire, algo que no podía evitar. Este podría ser el último día que pasaran juntas, la última vez que se verían antes de ser separadas por el destino cruel que las esperaba. Un futuro incierto, lleno de horrores que ni siquiera podía imaginar, pero que sentía venir como una ola arrolladora.
La música comenzó a sonar suavemente en el fondo, marcando el inicio de la subasta. Las chicas empezaron a caminar una vez más, mientras los hombres comenzaban a murmurar y a susurrarse entre sí, evaluando, negociando. Yia no podía dejar de mirar el suelo, no podía enfrentar la mirada de esos hombres, pero al mismo tiempo, no podía apartar la vista de Susan. Su mano seguía siendo un ancla en ese mar de desesperación.
Yia intentó mantener la mirada fija en el suelo, en sus pies, en cualquier cosa que pudiera distraerla de la sala llena de miradas hambrientas. Pero cuando levantó la cabeza por un segundo, su vista se cruzó con la de un hombre en el público, y un estremecimiento recorrió su cuerpo. Lo primero que notó fue que era el único que llevaba un cubrebocas, una pieza negra que le cubría la mitad inferior del rostro, como una sombra que lo ocultaba del mundo. Eso lo hacía aún más enigmático, pero al mismo tiempo, más peligroso. La falta de expresión en su rostro solo añadía misterio a su figura.
Era difícil decir si era mayor o no. El cubrebocas lo tapaba casi por completo, y su postura, firme y segura, solo sugería que estaba acostumbrado a estar en el centro de atención. A pesar de esa cobertura parcial, lo que más le impactó a Yia fueron sus ojos: dos orbes oscuros, intensos, que parecían penetrarla sin esfuerzo. Esa mirada la atrapó, no le permitió apartarse, y un cosquilleo extraño recorrió su piel. Era como si algo invisible la uniera a él, un lazo que no entendía, pero que la inquietaba profundamente.
Por un momento, Yia dejó de ser consciente del lugar que la rodeaba. El ruido de la sala se desvaneció, y todo lo que quedaba era esa mirada que la absorbía por completo. Sus ojos negros eran tan penetrantes que se sentía como si los estuviera juzgando, evaluando, no como los demás hombres, pero de una manera mucho más profunda, más silenciosa. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué se sentía tan vulnerable ante un desconocido que ni siquiera mostraba su rostro? Era absurdo, lo sabía, pero por algún motivo sentía una conexión inexplicable, como si algo en su interior respondiera a su presencia.
Tratando de no ceder a esa extraña sensación, Yia rápidamente apartó la vista, dirigiéndola hacia cualquier otro rincón oscuro de la sala, hacia el suelo, hacia las chicas que aún pasaban por la pasarela. Pero no podía dejar de sentir esa presencia en el aire, como si él estuviera observándola fijamente, como si pudiera sentir su mirada en cada fibra de su ser.
En ese momento, la voz de Madame volvió a sonar, cortando el tenso silencio que se había apoderado de la sala.
-Muy bien, caballeros -dijo Madame, y su tono parecía aún más autoritario que antes-. Comenzaremos con la subasta. Espero que estén listos, porque hoy tienen una oportunidad única de obtener lo mejor que tenemos para ofrecer.
El sonido de su voz parecía arrastrar a Yia de vuelta a la realidad.
Pero aún así, no podía dejar de preguntarse: ¿por qué ese hombre la había mirado así?