-No. No digas nada. Solo... Hazme sentir algo que no sea dolor -susurré, agarrando el cuello de su camisa de lino y tirando. El botón superior se desprendió con un pequeño y satisfactorio chasquido.
La rabia me impulsaba. Lo que había visto esa noche me había destrozado la fe, pero había encendido una necesidad. Sentía que si no tomaba el control de mi cuerpo ahora, de la experiencia que se me había negado, me ahogaría en el recuerdo de Andrés.
Él tomó el control, empujándome contra la pared áspera. Sus manos viajaron bajo mi vestido, encontrando el calor de mis muslos. El vestido cayó al suelo.
-Alto -dije de repente, mi voz temblando.
Él se detuvo, con la respiración pesada. Sus ojos eran oscuros, llenos de deseo, pero su expresión era de espera.
-Necesito que sepas algo... no soy como esa chica. Soy virgen. Me casé pensando que... esto sería con él.
Él no se echó atrás. Me sujetó el rostro con ambas manos.
-Gracias por decírmelo. -Su voz era un gruñido grave en alemán que me hizo estremecer-. Eres mucho más que esa chica. Eres real.
Me levantó en peso y me colocó sobre el borde de la cómoda de madera. La frialdad de la superficie contrastaba con el fuego entre nosotros. Ahora, la atención de él se centró en el babydoll de seda transparente que Sara me había sugerido. Él deslizó los tirantes lentamente por mis hombros.
El babydoll se deslizó por mi piel, revelando mi torso. La tela transparente cayó sobre la oscura piel de mis pezones, ahora rígidos y levantados. Mis pechos eran modestos, pálidos y vírgenes al contacto de su mirada, y por un momento sentí la vergüenza de compararme con la camarera. Pero él no miraba con juicio. Miraba con una intensidad hambrienta.
Su mirada era una caricia mientras estudiaba mi cuerpo. Yo era delgada, de cintura estrecha y caderas suaves. Mi piel era blanca y virgen a la vista. Podía sentir la humedad acumulándose entre mis piernas.
Él se despojó rápidamente de su propia ropa. era más alto y ancho de hombros de lo que había imaginado. Su cuerpo era musculoso, fuerte, el cuerpo de un hombre que trabaja y construye, no que se sienta. Su piel era ligeramente más bronceada que la mía, sus brazos estaban tensos y definidos. Su pene era largo, grueso, y totalmente erecto.
No me dio tiempo a reaccionar. Me tomó por la cintura y me puso de pie, su boca regresó a la mía en un beso profundo y experto. Me sentí completamente vulnerable y, por primera vez, completamente deseada por mí misma.
Sus labios abandonaron mi boca y se movieron a mi cuello, a mi clavícula, y descendieron lentamente. Me sostuvo por la espalda y me elevó un poco, acercando sus labios a la punta de mis pezones. No mordió, succionó suavemente, concentrándose en el placer, y yo gemí, mi cabeza cayendo hacia atrás contra la pared. El pensamiento de la camarera se evaporó; solo existía esta sensación.
Sus dedos se movieron hábilmente hacia abajo. Mi vagina estaba esperando, palpitante y extremadamente sensible. Él deslizó su dedo índice, explorando la entrada, y yo me arqueé hacia su toque.
-Estás lista para mí -murmuró contra mi piel, su voz áspera-. Déjame tenerte.
Él me llevó hasta la cama. Me empujó hacia atrás, su cuerpo cubriendo el mío. El colchón se hundió bajo nuestro peso. se colocó entre mis piernas y con una ternura inesperada, pero sin dudar, se alineó. Se movió para centrar la punta de su pene sobre mi vulva.
Sentí el calor, la presión. El miedo regresó brevemente, pero la necesidad lo superó. Asentí con la cabeza, agarrando sus hombros.
Él me miró a los ojos, una conexión profunda y silenciosa. Luego, con un solo empuje, rompió la membrana que había esperado por años para ser rota. Sentí un dolor agudo, pero fue un dolor limpio y rápido, inmediatamente superado por el placer de la penetración completa.
Se detuvo un momento, esperando a que me ajustara. Las lágrimas brotaron de mis ojos, no de dolor, sino de la abrumadora emoción de este momento que definía mi nueva vida, tan lejos de la promesa fallida de Andrés.
-Mírame -ordenó él en alemán, suavemente. Yo lo hice.
Comenzó a moverse lentamente, rítmicamente. La incomodidad inicial se desvaneció, reemplazada por la sensación de ser llenada y poseída. Era rítmico, intenso, una danza de dos cuerpos que se habían encontrado por accidente. Me aferré a sus hombros.
Pero la rabia no había desaparecido; solo estaba latente, alimentando el fuego. A mitad del ritmo, el recuerdo de la camarera regresó: esa imagen de ella encima de Andrés, controlando el movimiento, controlando el placer. Un impulso hirviente me recorrió.
Detuve el movimiento de él, mis manos en su pecho firme.
-No... yo quiero... -Mi respiración era entrecortada, mis palabras estaban llenas de una urgencia cruda-. Quiero estar encima.
Él me miró, y aunque la confusión cruzó su rostro, no discutió. En lugar de eso, sonrió, una curva sexy y peligrosa.
-Todo lo que quieras -dijo, usando mi nombre como una promesa.
Con una fuerza sorprendente para un hombre que acababa de penetrar a una virgen, se giró, me ayudó a pivotar y me sentó sobre sus caderas. Ahora yo estaba a horcajadas sobre él, sintiendo la profundidad de su pene dentro de mí.
Miré hacia abajo, observando la unión de nuestros cuerpos. Yo tenía el control de la fricción, del ángulo. La rabia me daba una fuerza inesperada. Me incliné hacia adelante, mis manos en sus abdominales, y comencé a mover mis caderas. Al principio, era torpe, pero rápidamente encontré un ritmo que era más agresivo, más rápido que el que él había iniciado.
-Así -jadeé, inclinándome hacia atrás para aumentar la presión-. Más rápido... ¡Mírame!
El placer era un arma. Cada empuje era una negación a la traición de Andrés. Sentía cómo mis pechos se agitaban con el movimiento, y por un momento me sentí tan grande, tan deseable como la camarera.
Él me observaba con una intensidad devoradora. Me sujetó por las caderas, ayudando a guiar el movimiento, y yo sentí el placer más intenso.
Pero no era suficiente. El recuerdo me picó de nuevo: Andrés comiéndole los pechos. Yo quería esa devoción, pero con la diferencia crucial de tener el control.
Me levanté un poco, manteniendo la unión, y tomé sus manos.
-Tú... quiero que me uses... para esto -dije, señalando el borde de la cama.
Me ayudó a deslizarme hasta que estuve arrodillada sobre el colchón, dándole la espalda. Era la posición de sumisión que la traición me había forzado, pero ahora yo la estaba eligiendo. Mi espalda estaba arqueada, mis nalgas expuestas.
Él se colocó detrás de mí. Su mano se deslizó hasta mi clítoris, y el roce hizo que mi respiración se volviera errática. Luego, agarró mi cintura y me empujó con fuerza, más profundo de lo que había estado antes.
El golpe me hizo jadear ruidosamente. Ahora el ritmo era primal. Él tomaba el control del ritmo, la fuerza, la dirección. Los golpes eran más fuertes, más rápidos, y resonaban contra el colchón.
-¿Así? ¿Te gusta así? -preguntó su voz ronca, pegada a mi oreja, el aliento caliente en mi cuello-. Eres increíble.
Mi mente estaba en blanco, excepto por la sensación de ser completamente llena, completamente tomada. Sentía el impacto de su pene contra mi cérvix. El dolor había desaparecido por completo, reemplazado por la sensación de control que se me escapaba y que, paradójicamente, era lo que más deseaba. No era amor, era la liberación.
El gemido gutural de él resonó en la habitación, mientras yo alcanzaba un segundo orgasmo, más profundo y desorientador que el primero. Mi cuerpo se convulsionó bajo su dominio. Él se mantuvo un momento, respirando pesadamente, su frente apoyada en mi espalda.
Lentamente, se retiró. El aire frío me golpeó, y caí rendida sobre el colchón, exhausta pero vacía de la rabia que me había consumido.
Lentamente, abrí los ojos.