Él no me soltó. En lugar de eso, sus labios comenzaron a presionar suaves besos sobre la parte superior de mi espalda. Eran pequeños toques, sin urgencia, sin la rabia de la noche anterior. Eran... cálidos.
Cada beso era un reconocimiento de la vulnerabilidad que habíamos compartido. Me di cuenta de algo: no había huido de él. Me había quedado.
Él sintió mi relajación y aprovechó el momento. Su mano se deslizó hacia mi vientre y luego más abajo, buscando el calor de mi entrepierna. Su toque fue lento y deliberado. La humedad ya estaba allí, anticipando su toque.
Se movió sobre mí. Sentí el peso de su cuerpo al girarme suavemente, y nos miramos a los ojos. Ya no había lágrimas ni rabia, solo una necesidad simple y mutua.
Me besó con una ternura lenta, luego se separó. Deslizó su cuerpo hacia abajo, besando mi cuello, mi pecho, y se detuvo. Yo observé, sintiéndome vulnerable pero fascinada. Su mirada era de total devoción cuando se detuvo entre mis muslos.
Me estremecí, mis dedos se hundieron en las sábanas. Esto era un territorio desconocido, algo que ni siquiera se me habría ocurrido pensar con Andrés.
Sonrió suavemente, un gesto tranquilizador. Se inclinó y sentí el suave toque de su barba rozando mi vulva. Su boca me cubrió, y un grito silencioso de puro shock y éxtasis se ahogó en mi garganta.
La sensación era más íntima, más intensa y más desinhibidora que cualquier penetración. Él usaba su lengua con una habilidad sorprendente, explorando cada pliegue, cada punto sensible de mi clítoris y mis labios. Yo me arqueaba en la cama, mis manos se enredaron en su cabello. La vergüenza y el miedo desaparecieron. Solo existía este hombre, su boca experta y la cascada de placer que me estaba provocando.
Gimoteé su nombre, mi cuerpo vibrando al borde de un orgasmo inminente. Él me tenía completamente a su merced, y la sensación de abandono era liberadora. Era un lenguaje que no necesitaba palabras, solo gemidos y la presión de su boca.
-Déjalo ir, Astrid -susurró, con su voz amortiguada por mi piel.
Mi cuerpo se convulsionó, mis músculos tensos y luego liberados en un orgasmo explosivo, largo y profundo, que sacudió la cama. Era más lento y prolongado que el de la noche anterior, más centrado en la sensación pura.
Él se mantuvo allí un momento, asegurándose de que la última ola se disipara. Luego subió de nuevo y se deslizó entre mis piernas, penetrándome lentamente. No hubo dolor, solo la gloriosa sensación de ser llenada por alguien que me había conocido de la forma más íntima posible.
El ritmo comenzó lento, una caricia, y luego se aceleró. Él me miraba a los ojos, una conexión profunda y silenciosa, mientras me llevaba al borde una vez más.
-Eres toda mía -dijo, y yo creí en esa mentira dulce en el éxtasis del momento.
Cuando el clímax llegó, fue un rugido de fuego y liberación. Se desplomó sobre mí, su aliento caliente en mi cuello. Nos quedamos así, dos desconocidos unidos por el trauma y el deseo.
Después de unos minutos, Elias se movió para acostarse a mi lado. Me acurruqué contra su pecho, exhausta y sin fuerzas para pensar en las consecuencias.
De repente, recordé el teléfono. Lo había apagado anoche. Lo encendí y la pantalla se iluminó, con una avalancha de notificaciones, incluyendo el crucial mensaje profesional.
Abogado: "Sra., el acta de matrimonio se ha presentado, pero aún no se ha procesado por completo. Es crucial que regrese a la ciudad en las próximas 24 horas para firmar los documentos de anulación ante el notario. De lo contrario, el proceso se vuelve mucho más complicado."
El mensaje era un balde de agua fría. Tenía que irme. Ya.
Me vestí con movimientos rápidos y nerviosos, sintiendo la mirada de él en mi espalda. Él se había levantado sobre un codo, observando mi pánico repentino.
-¿Qué pasa? -preguntó, su voz ahora completamente despierta.
-Tengo que irme -dije, sintiéndome estúpida y grosera-. Hay un problema legal. Tengo que anular esto antes de que sea demasiado tarde.
Comencé a recoger mis cosas, evitando su mirada.
-Gracias -añadí, encontrando mi cartera-. Gracias por todo. Por el bar... y por anoche. Ha sido... muy agradable.
Se levantó de la cama, completamente desnudo. Era una figura imponente.
-¿Agradable? -Su voz no era de enojo, sino de incredulidad-. ¿Después de lo que acabamos de compartir, solo fue "agradable"? Astrid, yo...
No quería una conversación, no quería explicaciones, no quería ataduras. La única forma en que sabía interactuar con algo que se sentía "demasiado" era dándole algo a cambio.
Dejé la maleta y me acerqué a él, con la boca seca. La forma en que estaba erecto en la luz de la mañana era una distracción total.
Me arrodillé frente a él. Lo miré, luego tomé su pene en mi mano, y lo llevé a mi boca. Era torpe. Mis labios no estaban acostumbrados. No había erotismo en mi mente, solo la necesidad de cumplir con un gesto.
Él soltó un gruñido. Sus manos me tomaron el pelo con una firmeza que me hizo saber que, aunque el gesto era torpe, el placer era real. Cerré los ojos e intenté concentrarme.
Pero no duró mucho. Él me levantó suavemente, forzándome a ponerme de pie. Su rostro estaba tenso, con una mezcla de excitación y seriedad.
-No. No es así como funciona esto -dijo, su aliento caliente contra mi frente.
Me tomó el rostro en sus manos.
-Tú no me debes nada. Lo de anoche no fue un pago. Fue una elección, tu elección.
Me soltó, y fue hacia el pantalón que dejó tirado. Sacó su billetera y extrajo una tarjeta de presentación. La puso en mi mano, su mirada fija en mis ojos.
-Ve y arréglalo. Firma esa anulación. Sé libre. Y si alguna vez necesitas un lugar donde esconderte de verdad... o una razón para no hacerlo... llámame. Este número no cambia.
Miré la tarjeta: "Elias Richter. Richter Projektentwicklung." No era una invitación de trabajo, era una línea de vida, una promesa vaga en la inmensidad de un país desconocido.
-Yo... lo haré, me llamo Astrid -susurré, sintiendo una punzada de pérdida por la conexión que estaba rompiendo.
Elias se acercó y me dio un último beso en la frente, suavemente, como si me diera una bendición.
-Sé fuerte, Astrid. Ahora tienes tu propio camino.
Cogí mi maleta y salí de la habitación, dejando a Elias desnudo en la luz de la mañana. Me fui con una acta de matrimonio por anular, la sensación de un despertar sexual, y una tarjeta de presentación de un hombre al que probablemente nunca volvería a ver.