Me apoyé en el cristal de mi oficina, observando el tráfico denso de Buenos Aires. El proyecto que dirigía, la expansión del metro en el sector norte, estaba en su fase más crítica. Era un laberinto de permisos, ingeniería compleja y política. Y yo lo dominaba. Mi reputación se había forjado con mi trabajo: impecable, multilingüe, y con una frialdad profesional que pocos se atrevían a penetrar.
-Mamá, ¿por qué los camiones hacen bup bup? -La voz dulce de Lucas me sacó de mis pensamientos.
Lucas, de cuatro años, era mi universo, el ancla de mi nueva vida. Tenía mi cabello oscuro y unos ojos increíblemente grandes y curiosos. Era mi luz y mi desafío. Ser madre soltera y directora de proyecto en una industria dominada por hombres era una hazaña diaria de malabarismo y falta de sueño.
-Hacen bup bup porque tienen que dar marcha atrás, mi amor. Es una advertencia -dije, volviéndome para sonreírle. Estábamos en la oficina a una hora inusual; la niñera había tenido una emergencia y yo no podía faltar a una videollamada urgente.
Lucas se sentó en el suelo, construyendo una torre de bloques bajo la atenta mirada de mi asistente, Verónica, que fingía trabajar intensamente en el escritorio contiguo.
La empresa, Arcadia Global, era mi otra obsesión. Había sido mi refugio, un lugar donde mi mente aguda y mis cuatro idiomas eran valorados. Pero ahora, Arcadia era un hervidero de incertidumbre.
La reestructuración había comenzado seis meses atrás. El fundador se había retirado abruptamente, y los directivos llevaban semanas en un estado de pánico silencioso.
El verdadero drama llegaría hoy. El comunicado oficial había sido enviado esa mañana: Arcadia Global había sido adquirida por un misterioso holding europeo de ingeniería de gran escala. Y, peor aún, un Nuevo CEO llegaría para tomar las riendas de inmediato.
Nadie sabía quién era. Los rumores apuntaban a un genio financiero implacable, probablemente alemán por el origen de la firma adquiriente, o a un barón de la construcción que venía a desmantelar la operación latinoamericana. El miedo era palpable. Yo, con el proyecto del metro pendiendo de un hilo, no podía permitirme el lujo de ser prescindible.
Mi teléfono vibró. Era mi contacto en Recursos Humanos.
-Astrid, ¿leíste el comunicado? -preguntó la voz nerviosa de mi colega.
-Lo leí. Llegada del nuevo CEO, el lunes a las nueve. ¿Hay alguna información sobre quién es? ¿Un nombre?
-Absolutamente nada. Lo mantienen en secreto. Solo sabemos que la reestructuración viene impulsada por un grupo de desarrollo de Berlín. Tienen una reputación de ser implacables. Tienes que estar preparada.
Sentí un escalofrío. La mención de Berlín me golpeó con la fuerza de un recuerdo reprimido. Me enderecé, mi mano deslizándose instintivamente hacia el bolsillo interior de mi blazer. Yo había creído que ese capítulo estaba enterrado, una noche de rabia y consuelo con un desconocido que me había dado la llave para la libertad.
El miedo se mezcló con una punzada de ansiedad compleja. Hoy, mi vida profesional y, potencialmente, mi pasado personal chocarían, aunque yo no supiera exactamente por qué sentía eso.
-Hora de dormir, campeón -dije, recogiendo a Lucas.
-¿Vendrá el hombre grande que va a hacer bup bup? -preguntó Lucas.
Lo abracé con fuerza. -Viene un hombre grande. Pero esta vez, mamá va a decidir si le permite hacer ruido.
Cerré mi maletín, la incertidumbre del nuevo CEO como un peso incómodo que solo mi determinación podía soportar.
El reloj de la pared marcaba exactamente las 9:00 AM.
Mi oficina, adyacente a la Gerencia Ejecutiva, era un cementerio de ansiedades. Todos los directores estaban reunidos en la sala de juntas, a excepción de mí. Sabía que la llegada del nuevo CEO sería una puesta en escena, y prefería esperar la ejecución con las manos en el teclado.
El silencio en mi piso, roto solo por el suave clic de mi ratón, era insoportable. Lucas estaba en el área de descanso adyacente, un pequeño office que había convertido en una zona de juegos temporal para las mañanas críticas. Verónica vigilaba discretamente, fingiendo organizar carpetas.
9:15 AM. Nada. 9:30 AM. La sala de juntas seguía en silencio. No había habido un anuncio, ni el sonido de un ascensor privado. El misterio se estaba convirtiendo en una tortura.
Sentí una punzada de inquietud. Lucas debía ser entregado a la niñera en una hora, pero no quería que el niño se aburriera. Me levanté para ir a darle un juguete nuevo, más silencioso.
-Verónica, voy a por Lucas. ¿Alguna novedad de arriba?
Verónica negó con la cabeza, sus ojos abiertos por la tensión. -Absolutamente nada, Ingeniera. Es un fantasma.
Caminé por el pasillo principal hacia el área de ingeniería, la parte más ruidosa y viva de la oficina. Al acercarme, noté un silencio inusual en esa zona. Los ingenieros, que normalmente discutían planos a voz en cuello, estaban pegados a sus escritorios, tecleando con una concentración fingida.
Cuando giré la esquina, lo vi.
Un hombre estaba de pie en medio del open space de ingeniería, mirando con calma los planos impresos en una de las mesas de dibujo. Llevaba un traje gris oscuro, perfectamente cortado, y su postura era la de alguien que no estaba impresionado por el ambiente. Era alto, de hombros anchos. Su cabello era ligeramente más claro que el mío, y la luz de la oficina le definía una mandíbula fuerte. Había algo en su forma de estar, esa solidez imponente, que me resultó remotamente familiar.
El hombre no llevaba una tarjeta de identificación. Nadie lo había escoltado. Simplemente estaba allí, como si fuera el dueño del lugar, observando.
Lucas estaba sentado en el suelo, justo al lado de la mesa de dibujo. Había abandonado sus bloques y estaba concentrado en una pila de pequeños autos de juguete.
El hombre se volteó ligeramente, sintiendo mi presencia. Su mirada se encontró primero con Lucas. El niño, ajeno al pánico corporativo, levantó la vista.
Lucas, siempre curioso, señaló uno de los planos que el hombre acababa de revisar.
-Disculpa -dijo Lucas en español, con su voz infantil-. ¿Es un tren o un gusano grande?