El primo, el ceo y mi hijo
img img El primo, el ceo y mi hijo img Capítulo 4 Divorcio
4
Capítulo 6 Reencuentro img
Capítulo 7 Mano a Mano img
Capítulo 8 El Primo en el Comedor img
Capítulo 9 Sobrino-nieto img
Capítulo 10 Defensa img
Capítulo 11 El Dueño de la Emergencia img
Capítulo 12 La Confesión Íntima img
Capítulo 13 La Ecuación de la Carne img
Capítulo 14 El Tribunal de la Sangre img
Capítulo 15 La Jurisdicción de la Piel img
Capítulo 16 El Contrato del Café y la Sangre img
Capítulo 17 La Gravedad del Dueño img
Capítulo 18 El Silencio de la Fortaleza img
Capítulo 19 El Despertar del Rey y la Torre de Cristal img
Capítulo 20 Diamantes y Territorio img
Capítulo 21 La Gramática de los Celos img
Capítulo 22 Cimientos de Acero y Sangre Azul img
Capítulo 23 El Escaparate del Rey img
Capítulo 24 La Disciplina del Silencio img
Capítulo 25 El Segundo Cimiento img
Capítulo 26 El Vals de la Dinastía img
Capítulo 27 El Fantasma de Praga img
Capítulo 28 La Frecuencia del Control img
Capítulo 29 La Obra Maestra y el Cristal Roto img
Capítulo 30 El despertar de un mounstro img
Capítulo 31 El Silencio de la Maquinaria img
Capítulo 32 El Fantasma en la Máquina img
Capítulo 33 El Mensajero del Cielo img
Capítulo 34 La Tumba Vacía y el Primer Llanto img
img
  /  1
img

Capítulo 4 Divorcio

Salí del hostal con la maleta en una mano y la tarjeta de Elias en la otra, arrugada por la fuerza con la que la sujetaba. La luz del amanecer en la ciudad desconocida se sentía fría. Cada paso que daba lejos de esa habitación era un paso más hacia la realidad que había tratado de esquivar.

Elias, desnudo en la cama, se había quedado atrás. Su última mirada, la forma en que me había dicho que yo no le debía nada, me había desarmado más que cualquier traición. Era una extraña libertad que ahora debía confrontar.

Encontré mi camino a la estación de trenes más cercana. Sabía que necesitaba regresar a mi país natal en Latinoamérica; el papeleo del matrimonio se había iniciado allí y la anulación debía cerrarse ante un notario local, como el abogado había advertido. No había tiempo que perder.

El pánico se aceleró cuando llegué a la estación principal y busqué desesperadamente una conexión con el aeropuerto internacional. Usé la tarjeta de crédito que mis abuelos me habían dado para emergencias. Comprar un boleto transcontinental con pocas horas de antelación fue una locura financiera, pero la necesidad de anular ese error era más grande que cualquier número en el banco.

El viaje al aeropuerto fue un borrón. Una vez a bordo del avión, me hundí en el asiento de la ventanilla, sintiendo el vacío de la distancia. El aire frío de la cabina era un contraste con el calor de la mañana en el hostal, el calor de Elias.

Miré por la ventanilla, viendo el gris de las nubes europeas ser reemplazado por la intensa luz tropical. El vuelo era un calvario de horas, un exilio autoimpuesto. Cada hora era un momento para procesar la traición, el placer y la culpa.

Recordé la voz de mi madre, tan clara como si estuviera sentada a mi lado: "Me arruinaste la vida. Tu existencia me encadenó." Esas palabras habían sido los cimientos de mi identidad. Cada esfuerzo por ser "buena", por complacer, por casarme con Andrés, había sido un intento desesperado de desmentir esa condena, de llenar un vacío de cariño que nunca había sentido.

Y luego, Andrés. Su imagen en la cama con la camarera, la humillación. Él había prometido seguridad; me había dado dolor. Pero ahora, esa quemadura era diferente. Ya no era solo el dolor de ser traicionada, era el fuego de la rabia que me decía: "Esto no es lo que mereces."

Y Elias. El desconocido. Un hombre que me había visto en mi punto más bajo y me había ofrecido una verdad sin condiciones. "Tú no me debes nada. Fue una elección." Me había tratado como un ser humano completo, no como una carga o un objeto. En ese encuentro catártico, encontré una extraña forma de libertad. La punzada de placer, la torpeza de mi agradecimiento, el respeto final en su mirada: todo se mezclaba en un torbellino de lecciones.

Cuando el avión aterrizó en Buenos Aires, el choque fue físico. Salí del aeropuerto de Ezeiza y el aire caliente, húmedo y pegajoso me envolvió. Era el olor familiar de mi tierra, mezclado con el caos ruidoso de los taxistas gritando ofertas. Me sentía como una extranjera en mi propio país. La Astrid que regresaba no era la misma novia asustada que se había ido.

Tomé un taxi. Mientras avanzábamos por las autopistas congestionadas, la determinación se solidificó. Tenía que enfrentar a Andrés, firmar esos papeles y cerrar ese capítulo de mi vida. La vergüenza aún estaba allí, pero ahora venía acompañada de una determinación fría.

-Al bufete de abogados, en Puerto Madero -le indiqué al conductor.

El taxi me dejó frente a un imponente edificio de oficinas. Subí en el ascensor, sintiendo cómo mi corazón intentaba salirse del pecho. Abrí la puerta de cristal del bufete, y el contraste entre el aire acondicionado y el calor de la calle fue un alivio efímero.

La abogada de la familia de Andrés, la Dra. Peralta, me saludó con una expresión de profesionalidad tensa. Me condujo a una sala de conferencias.

Y allí estaba él. Andrés.

Estaba de pie junto a la ventana, impecable en un traje de tres piezas. Al verme, se acercó, extendiendo las manos con una expresión ensayada de preocupación.

-Astrid. Gracias a Dios estás bien. No sabes lo preocupado que estaba, ni lo que te he buscado. Te juro que fue un error, una...

Me detuve a un metro de él. La rabia de la noche anterior ya no era un incendio; era un hielo cortante. Su justificación no era mi problema.

-No tienes que jurar nada, Andrés -dije, y mi voz sonó más firme de lo que nunca me había atrevido a ser-. No te molestes en ensayar la disculpa. Ya sé lo que vi. No fue el vino, fue tu carácter. Ahora, terminemos con esto.

Su rostro se descompuso, pillado por mi falta de reacción histérica.

La Dra. Peralta, sintiendo que la situación escalaba, se sentó a la mesa, empujando una pila de documentos.

-Señora... Astrid. Para proceder con la anulación por mutuo acuerdo, solo necesitamos sus firmas.

Me senté. Andrés se sentó frente a mí, su mirada era una mezcla de resentimiento y súplica. Intentó una última manipulación.

-Astrid, podemos hablar. Si firmas ahora, le das la razón a mi madre y a todos los que dicen que somos inestables. Piensa en tu reputación.

La mención de mi reputación y la presión familiar fue su última arma. Pero esta vez, no funcionó. Pensé en Elias, en la forma en que me había mirado y me había dicho que yo no le debía nada. Por primera vez, mi reputación no importaba.

Tomé el bolígrafo.

-La única persona que me interesa ahora es la que tiene el control de su propia vida, Andrés.

Me salté todas las frases legales y fui directamente a las líneas punteadas. Firmé con una caligrafía inusualmente clara. Astrid. Era la primera firma de una nueva vida.

Andrés dudó, mirándome, hasta que finalmente, resopló y firmó también, con rabia contenida.

La Dra. Peralta tomó los documentos. -Perfecto. El matrimonio queda anulado. Legalmente, es como si nunca hubiera existido.

Me levanté de la mesa. El peso de dos años de mentiras se había disuelto en un instante. No sentí euforia, sino una calma profunda.

Andrés se puso de pie, intentando un último contacto. -Astrid, ¿a dónde vas? ¿Con quién estás?

Me volví hacia él, dándole una mirada gélida. -No es tu problema. Ya no soy tu problema.

Salí de la sala, dejando a Andrés solo con su fachada rota. Al salir del edificio, la luz del sol de Buenos Aires se sintió diferente. Era mi luz.

Me dirigí a la Avenida Corrientes, pero mi destino era la casa de mis abuelos, mi único refugio. Tenía que encontrar un ancla antes de enfrentar a mi madre.

Saqué mi teléfono y marqué. No a Elias. No a Andrés. A mi abuela.

-Hola, Abu. Ya estoy en Buenos Aires. ¿Puedo quedarme unos días?

La voz de mi abuela fue un bálsamo. Al colgar, saqué la tarjeta de Elias de mi cartera. La miré de nuevo: Richter Projektentwicklung. Un arquitecto. Un hombre que construye cosas.

La puse en el bolsillo de mi chaqueta. No sabía si la usaría, pero era una posibilidad. Por primera vez, tenía una elección. Y eso era todo lo que necesitaba para empezar.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022