Yeray, al ver a Estrella levantarse, comenzó a patalear. "¡No! ¡Que se quede tía Estrella! ¡No quiero que mami Gabriela se enoje!" Luego, se volvió hacia mí, sus pequeños ojos llenos de furia. "¡Tú eres mala! ¡Tía Estrella es buena! ¡Te odio!"
Me lancé sobre la mesa, buscando sus brazos. Sus pequeñas manos me golpearon el pecho, pero el dolor más grande fue el de sus palabras. "¡Mami Gabriela mala! ¡Vete!"
Leandro se levantó de golpe. "¡Gabriela! ¿Qué estás haciendo? ¡Mira cómo pones a Yeray!" Me señaló con un dedo acusador.
Sentí un dolor agudo en el costado, donde Yeray me había golpeado. Mi cabeza daba vueltas. Apenas podía respirar. "Me duele," dije, mi voz apenas un susurro.
Yeray, al ver mi expresión de dolor, se detuvo por un segundo. Pero Estrella, rápida como un rayo, se acercó a él. "No te preocupes, mi amor. Mami Gabriela siempre está bien. Ella es muy fuerte." Luego, se volvió hacia Leandro. "Leandro, Yeray necesita que le compres algo. Tal vez unos dulces. ¡Y yo necesito una aspirina! La cabeza me va a explotar."
Yeray, al escuchar a Estrella, se aferró a Leandro. "¡Papi, papi! ¡Vamos con la tía Estrella! ¡Ella está enferma! ¡Mami Gabriela solo está fingiendo!"
Estrella, con un suspiro dramático, se llevó una mano a la sien. "No, Leandro, no te preocupes por mí. Puedo ir sola."
Leandro me lanzó una mirada fugaz, una mezcla de culpa y exasperación. "Gabriela, me llevaré a Estrella a la farmacia. Y a Yeray a la tienda de dulces. Tú... quédate aquí."
No esperé su respuesta. Tomó la mano de Estrella, y Yeray, saltando de alegría, tomó la de Estrella. Los tres salieron de la mansión, dejándome sola en el comedor.
Me senté de nuevo, el dolor en mi costado se intensificaba. Miré el plato de chilaquiles intacto. El esfuerzo, el cariño, todo había sido en vano. Siempre lo había sido. Fui invisible, un fantasma en su propia casa.
Me levanté y tiré el desayuno a la basura. No tenía hambre. No tenía nada.
Más tarde, mi teléfono vibró. Un mensaje de Leandro. "Gabriela, ven a buscarnos a la plaza central. Te esperamos en la heladería."
No respondí. Solo tomé las llaves del coche y conduje hasta el centro.
Cuando llegué, los vi. Sentados en la terraza de la heladería, Estrella, Leandro y Yeray, riendo. Comiendo helado.
Yeray vio el coche. "¡Papi! ¡Mami Gabriela está aquí!" Corrió hacia Leandro. "¡Tía Estrella me prometió un helado extra si mami Gabriela no me dejaba comer!"
Leandro sonrió. "Yeray, no seas travieso."
Estrella, con una sonrisa dulce, se acercó a mí. "Gabriela, ¿quieres un helado? Leandro te invita."
"No, gracias," dije, mi voz fría. "Yeray, ya es tarde para más dulces. Te hará daño."
Yeray frunció el ceño. "¡Mami Gabriela es aburrida! Tía Estrella dice que un poco de dulce no hace daño."
Estrella se rió. "Ay, Gabriela, déjalo ser un niño. Un heladito no le hace nada."
"Mi hijo no comerá más helado," dije, mi voz firme. "Si quieres helado, Yeray, lo comerás en casa, después de cenar."
Estrella abrió la boca para replicar, cuando Leandro apareció a mi lado. "Gabriela, ¿cuál es el problema ahora?" Su tono era de fastidio.
"Solo digo que Yeray no debe comer más dulces. Es malo para su salud. Y lo sabes, Leandro." Mi voz era tranquila, pero firme.
Leandro me miró, sus ojos llenos de exasperación. "Gabriela, por favor. No empieces. Estrella y Yeray están divirtiéndose."
Sentí una punzada de dolor. Él me estaba acusando de arruinar la diversión.
Miré a Leandro. Sus ojos estaban fijos en Estrella, en sus labios sonrientes. En ese momento, lo entendí todo. Él no me estaba escuchando. Nunca lo hizo.
Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios. Ya no tenía fuerzas para luchar.
"Como quieras, Leandro," dije, mi voz vacía.
Me di la vuelta y me dirigí al coche. Sentí que era una extraña en mi propia vida, una intrusa en la familia que yo había construido.
Todos mis esfuerzos, mis sacrificios, mi amor. Todo había sido en vano. Nunca me habían visto. Nunca me habían valorado.