Yeray, al ver que Leandro dudaba, me señaló con el dedo. "¡Mami Gabriela siempre exagera! ¡La tía Estrella sí está enferma!"
Algunas miradas curiosas de los transeúntes se posaron en mí, llenas de desaprobación. Al parecer, mi dolor era menos importante que el supuesto malestar de Estrella.
La decisión de Leandro fue rápida. Un suspiro de exasperación. "Gabriela, ¿estás bien? Te llamo en un momento."
Con esas palabras, me dejó. Corrió hacia Estrella, la levantó en sus brazos como si fuera una pluma, y se dirigió a su coche.
Yeray, sonriendo triunfalmente, los siguió.
"¡Papi! ¡Lleva a la tía Estrella al hospital!" gritó Yeray.
Leandro asintió, su rostro pálido. "Sí, mi amor. Vamos rápido."
Antes de subirse al coche, me lanzó una última mirada, rápida, casi avergonzada. "No tardo."
Pero no tardó. Se fue. Los tres se fueron.
Nadie se volvió a mirar.
Sentí una risa brotar de mi garganta, una risa histérica, que se mezcló con el sabor metálico de la sangre. Tosí. Sangre.
Unos segundos después, llegaron los paramédicos. Una mujer de rostro amable se inclinó sobre mí. "Dios mío, señorita, ¿está bien? ¿La dejaron aquí sola?" Su tono era de indignación.
No pude responder.
Desperté en una habitación de hospital, el olor a desinfectante invadiéndome la nariz. La pierna me dolía, pero era un dolor sordo, tolerable.
Una enfermera entró. "Señorita Aznar, qué bueno que despierta. La señora Estrella Ferrando ya está en casa. Solo fue un susto."
"¿Y yo?" pregunté, mi voz ronca.
"Usted sufrió una fisura en la rótula. Tendrá que usar muletas por un tiempo. Y un fuerte golpe en la cabeza. Tendrá que quedarse en observación unos días."
Mi mente comenzó a calcular. "Unos días..."
Mi contrato terminaba en tres días.
Una extraña sensación de alivio me invadió. Aquí, en esta cama de hospital, lejos de ellos, me sentía... libre.
Libre del dolor, de las humillaciones, de las expectativas que nunca se cumplirían.
Una paz, que no sentía desde hacía años, me envolvió.
La enfermera, una mujer joven y habladora, volvió a entrar. "Sabe, la señora Estrella Ferrando estaba en la habitación de al lado. ¡Qué afortunada! El señor Angulo no se le despegaba ni un segundo. Le trajo flores, chocolates, y hasta le leyó un guion."
Sentí una sonrisa amarga en mis labios. "Qué atento," dije, mi voz vacía.
"Sí, se ve que la quiere mucho. Ojalá mi esposo fuera así," suspiró la enfermera.
Me levanté de la cama, apoyándome en las muletas. "Necesito ir al baño."
Pero mi destino no era el baño. Era la habitación de al lado.
Abrí la puerta con cuidado. Por la rendija, pude ver a Leandro sentado al lado de la cama de Estrella, leyéndole un libro. Yeray, acurrucado a los pies de la cama, los miraba con adoración.
Una familia perfecta.
Y yo, la extraña, la intrusa, observando desde la oscuridad.
Cerré la puerta en silencio. Regresé a mi habitación.
La enfermera me miró con curiosidad. "Todo bien, señorita?"
Forcé una sonrisa. "Todo perfecto."
Me senté en la cama. Mi teléfono estaba en la mesita de noche. Lo tomé. Ni una llamada. Ni un mensaje. De nadie.
Pero había un correo electrónico. De una editorial.
"Querida Gabriela Aznar, nos gustaría recordarle la fecha límite para la entrega de su manuscrito. Esperamos con ansias su obra."
Mi manuscrito. Mi sueño olvidado.
La llamé a Elena. "Elena, ¿podrías traerme mi laptop? Estoy en el hospital. Y por favor, no le digas a nadie."
Ella prometió que lo haría.
Apagué mi teléfono. Me sumergí en mi mundo, en mis palabras, en mi historia.
Las horas se convirtieron en días. Escribí sin parar, sin distracciones. Las palabras fluían, liberando todo el dolor, toda la frustración, toda la rabia que había guardado durante tanto tiempo.
Encontré mi voz en la escritura. Encontré mi libertad.
El último día en el hospital, terminé el manuscrito. Con un suspiro de alivio, lo envié.
Encendí mi teléfono. Una avalancha de llamadas perdidas.
Todas de Leandro Angulo.