La señora Elena, la ama de llaves, me recibió en la puerta con una expresión de alivio. "¡Señorita Gabriela! Gracias a Dios que ha vuelto. Pensamos que se había ido." Sus ojos, sin embargo, delataban el cansancio. "Leandro ha estado como loco. No hay comida, la casa es un desastre, y Yeray no deja de llorar por usted."
Una sonrisa amarga apareció en mis labios. Así que esa era la razón de sus llamadas. No era preocupación por mí, sino por el caos que mi ausencia había causado en su vida. Fui su solución, su problema, pero nunca su esposa.
Crucé el umbral de la casa, mi pierna aún adolorida, mi corazón endurecido. Nunca más volvería a ser su comodín.
Leandro apareció en la sala de estar, su rostro demacrado, el cabello revuelto. Tenía ojeras marcadas bajo los ojos. Cuando me vio, sus ojos se iluminaron con una mezcla de alivio y desesperación.
"¡Gabriela! ¿Dónde estabas? ¿Por qué no contestabas el teléfono? ¡Estaba preocupado!" Su voz era una mezcla de reproche y alivio.
Lo miré fijamente. "Estaba en el hospital, Leandro. Me dieron de alta hoy."
Su rostro se puso pálido. "Hospital... ¿Por qué? ¿Qué te pasó?"
Pude ver el recuerdo del accidente en sus ojos. Supe que en ese momento, las palabras de Yeray, llamándome "mentirosa", le habían impedido ver la verdad.
"Una fisura en la rótula. Y un golpe en la cabeza," dije, mi voz monótona. "No te preocupes, ya estoy bien."
Él intentó tocarme el brazo, pero me aparté. Su tacto me quemó.
"Gabriela, lo siento. Yo... pensé que solo era un rasguño. Yeray dijo que Estrella estaba peor."
Una risa sin alegría escapó de mis labios. "No tienes que disculparte, Leandro. Sé que Estrella es tu prioridad."
Mis ojos se posaron en la carpeta que llevaba en la mano. Mi manuscrito. Él lo notó. "¿Qué es eso? ¿Estás escribiendo algo?" Su voz era de curiosidad, pero también de extrañeza. Nunca me había preguntado por mis intereses.
"Un manuscrito," respondí, mi voz distante.
"¿En serio? Nunca supe que te interesaba escribir."
Mi corazón se encogió. Claro que no lo sabía. Nunca le importó saber nada de mí.
"Hay muchas cosas que no sabes de mí, Leandro," dije.
Me miró, sus ojos, por primera vez, parecían verme de verdad. Pero era demasiado tarde.
"Gabriela, me muero de hambre. ¿Podrías prepararme algo de comer? Algo de tu comida mexicana, por favor. Hace días que no como bien." Su voz era de súplica, pero el subtexto era claro: quería que volviera a ser su cocinera, su sirvienta.
"No hay ingredientes en la cocina, Leandro. La despensa está vacía," dije, mi voz firme.
Su rostro se contrajo en una mueca de frustración. "Entonces, vamos a comprar. Te acompaño."
Justo en ese momento, Estrella y Yeray aparecieron en la sala de estar, listos para salir. Estrella, con un vestido nuevo y reluciente. Yeray, de la mano de ella, sonriendo.
"¡Papi! ¡La tía Estrella nos va a llevar al cine!" gritó Yeray, corriendo hacia Leandro. "¡Y luego vamos a cenar pizza!"
Estrella sonrió a Leandro. "Mi amor, prometí llevar a Yeray a ver su película favorita. Y luego, una noche de chicas... ¡o de chicos! ¡Podríamos ir a cenar sushi!"
Leandro dudó, su mirada se posó en mí.
Lo interrumpí. "Ve, Leandro. Yeray te necesita."
Su rostro se contorsionó en una mezcla de frustración y derrota. "Pero... yo quería cenar contigo."
Lo miré a los ojos. "Leandro, no me debes nada. Y yo no te debo nada a ti."
Yeray, impaciente, tiró del brazo de Leandro. "¡Papi, vamos! ¡La tía Estrella ya se quiere ir!"
Leandro miró a Yeray, luego a Estrella. Su mirada volvió a mí, llena de una súplica silenciosa. "Gabriela, ¿tal vez la próxima semana? Podríamos ir de viaje. Los tres."
Miré a Yeray, tan feliz junto a Estrella. No había lugar para mí en esa imagen. No había lugar para mí en sus vidas.
Una sonrisa triste se dibujó en mis labios. "Tal vez," dije, mi voz vacía.
Yeray tiró más fuerte de Leandro. "¡Papi!"
Leandro suspiró, se rindió. "Está bien, mi amor. Vamos." Me echó una última mirada antes de seguir a Estrella y a Yeray.
Me quedé en el umbral de la puerta, viendo cómo se alejaban. Mi corazón no sentía dolor, solo un vacío.
Miré el calendario colgado en la pared. Faltaba solo un día para el fin del contrato.
Un día más y sería libre. Libre de los Angulo, libre de la mentira, libre de la jaula de oro.
Libre de ti, Leandro.