Elena Villarreal POV
La conciencia regresó en fragmentos, emergiendo de la oscuridad.
Por un momento, pensé que ya estaba muerta.
Entonces el dolor me golpeó.
Mis costillas se sentían como una jaula de cristal roto mantenida unida solo por moretones y piel.
Mi muñeca latía con un ritmo sordo y pesado, marcando el tiempo con mi corazón acelerado.
Estaba en mi habitación en la casa principal.
Dante estaba sentado en el sillón en la esquina.
Me estaba observando.
La luz de la luna atrapaba los ángulos afilados de su rostro.
Parecía una estatua tallada en arrepentimiento, pero yo sabía la verdad.
Las estatuas no sangran, pero Dante Mondragón se aseguraba de que todos los demás sí lo hicieran.
-No vuelvas a pronunciar ese nombre -dijo.
Su voz era áspera, como grava moliéndose.
-Si alguna vez hablas de Luca Garza o de la Organización de Monterrey, quemaré el territorio de tu padre hasta las cenizas. Me aseguraré de que no quede nada del apellido Villarreal.
Traté de sentarme.
Fallé.
Mi cuerpo era una prisión de dolor, encerrándome en mi lugar.
Su teléfono sonó.
Contestó en altavoz.
-¡Dante! -Era Carla. Estaba sollozando. Histérica.
-¡Ella lastimó al bebé! ¡Esa bruja lastimó a mi bebé!
Dante se tensó, su postura cambiando de perro guardián exhausto a depredador.
-¿De qué estás hablando?
-¡Encontré moretones en su brazo! Y su labio... ¡su labio está cortado! ¡Dijo que la señora del vestido blanco lo hizo!
Cerré los ojos.
La mentira era tan torpe, tan obvia.
Pero Dante no estaba buscando la verdad.
Estaba buscando una razón.
Colgó el teléfono.
Se puso de pie y caminó hacia la cama.
-Levántate -dijo.
-No puedo -susurré.
No le importó.
Me agarró del brazo y me arrancó de la cama.
Grité cuando la agonía atravesó mi pecho, pero me arrastró por el pasillo, bajando las escaleras y hacia su auto.
Condujo con un enfoque aterrador y silencioso de regreso al hotel.
Me arrastró por el lobby.
Estaba lleno de gente.
Huéspedes. Personal. Paparazzi a los que Carla indudablemente había avisado.
Observaron cómo el gran Dante Mondragón arrastraba a su esposa golpeada por el piso de mármol.
Carla estaba esperando en el centro del lobby.
Sostenía a un niño pequeño.
El niño estaba llorando.
-¡Miren! -chilló Carla, señalando el labio hinchado del bebé-. ¡Miren lo que hizo!
Un murmullo recorrió la multitud.
-Monstruo -susurró alguien.
-Abusadora de niños -dijo otro.
Un botones dio un paso adelante.
-La vi, Sr. Mondragón -mintió, con los ojos fijos en sus zapatos lustrados-. Vi a la Sra. Mondragón cerca de la carriola más temprano. Se veía... enojada.
Era un golpe orquestado.
Mi reputación, mi negocio, mi vida: todo siendo desmantelado en tiempo real.
Dante miró al bebé.
Luego me miró a mí.
Sus ojos estaban muertos.
Ya no había conflicto en ellos.
Solo juicio.
-Ojo por ojo no es suficiente para los inocentes -dijo.
Se giró hacia su Jefe de Seguridad.
-Trae el kit.
La multitud guardó silencio sepulcral.
El guardia regresó con un pequeño rollo de terciopelo negro.
Dante lo desenrolló en el escritorio del conserje.
Dentro había una aguja de plata y un carrete de hilo negro grueso.
Del tipo usado para coser tapicería de cuero.
O para el castigo de la Omertà.
No ver el mal, no escuchar el mal, no hablar el mal.
Este era el castigo para los traidores que hablaban contra la Familia.
-Sujétenla -ordenó Dante.
Dos guardias me agarraron de los brazos.
Me forzaron a ponerme de rodillas.
Dante tomó la aguja.
La enhebró con manos firmes.
-No -susurré-. Dante, por favor. Mírame.
No miró mis ojos.
Miró mi boca.
-Usas tu voz para mentir -dijo-. La usas para llamar a mis enemigos. La usas para lastimar niños.
Me agarró la barbilla.
Sus dedos eran de hierro.
-No mereces tener voz.
Empujó la aguja a través de mi labio inferior.
El dolor fue agudo y estremecedor.
Atravesó la piel sensible y salió por el labio superior.
Traté de gritar, pero mi boca estaba inmovilizada.
Tiró del hilo con fuerza.
La sangre goteó por mi barbilla, manchando mi vestido de seda blanca de carmesí.
No se detuvo.
Lo hizo de nuevo.
Y de nuevo.
Tres puntadas.
Una por el silencio.
Una por la obediencia.
Una por la Familia.
El lobby estaba en silencio absoluto.
El único sonido era el deslizamiento húmedo del hilo y mis sollozos ahogados y gorgoteantes.
Hizo el nudo.
Cortó el hilo.
Dio un paso atrás y miró su obra.
Se limpió la sangre de los dedos con un pañuelo.
-El silencio te sienta bien, Elena -dijo.
Lo miré.
Mis labios estaban sellados con hilo negro.
Mi cuerpo estaba roto.
Mi corazón era ceniza.
Pero por dentro, en lo profundo de la oscuridad donde él no podía llegar, comencé a reír.
Era una risa histérica y silenciosa.
Porque él pensaba que había ganado.
Pensaba que me había silenciado.
Pero acababa de liberarme.
La lealtad era mi jaula.
Y él acababa de romper el candado.