Estoy sentada en el suelo, rodeada de cenizas y fantasmas. Mi maleta está hecha y escondida en el maletero de mi coche. He aceptado la oferta de un viejo amigo de mi padre para gestionar un viñedo al norte. Es la excusa perfecta.
"Necesito aire fresco", le dije a Óliver por mensaje. Ni siquiera respondió.
Tengo en la mano el anillo que diseñó para mí. Un diamante negro rodeado de rubíes.
-Sangre y oscuridad -me susurró al ponérmelo. Qué apropiado.
Lo lanzo a las llamas sin dudar. No se derretirá, pero espero que el fuego lo purifique de su tacto, que queme la promesa que representaba.
-Se acabó el drama -me digo a mí misma, aunque mi voz tiembla ligeramente.
Me levanto. Me siento ligera. Vacía, pero ligera.
Mañana me iré. Mañana seré libre.
Pero el destino tiene un sentido del humor retorcido.
La puerta del apartamento se abre de golpe. Óliver irrumpe como una tormenta eléctrica. Son las tres de la mañana. Debería estar con Nadia.
-¿Qué significa esto? -gruñe, lanzando su chaqueta al sofá con violencia.
Me quedo quieta, erguida. No tengo miedo. Ya no.
-Me voy unos días, Óliver. Te lo dije.
Él se acerca, invadiendo mi espacio personal hasta que su presencia lo llena todo. Huele a whisky y a ira contenida.
-No te di permiso.
-No soy una de tus soldados. Soy tu esposa.
-Exacto. Eres mía. Y te quedas donde yo pueda verte.
Me agarra del brazo. Su agarre es fuerte, posesivo, doloroso.
-Suéltame -digo, con una frialdad que parece congelar el aire entre nosotros. Él parpadea, confundido por mi resistencia.
Antes de que pueda responder, el dolor me atraviesa. No es en el brazo. Es en el bajo vientre. Un calambre agudo, brutal, como un cuchillo girando lentamente dentro de mí.
Gimo y me doblo por la cintura, incapaz de mantenerme en pie.
-¿Laura? -La voz de Óliver cambia al instante. De furia a confusión.
El dolor es insoportable. Siento algo húmedo y caliente deslizándose entre mis piernas. Pánico. Puro pánico.
-El hospital -jadeo, aferrándome a su camisa-. Llévame al hospital.
El viaje es borroso, una secuencia de luces de neón y frenazos. Óliver conduce como un loco, gritando a alguien por teléfono. Yo solo me concentro en no desmayarme. En proteger lo poco que me queda.
Llegamos a urgencias. Me ponen en una silla de ruedas.
Y entonces los veo.
En la sala de espera privada, al final del pasillo.
Nadia está allí. Está sentada, llorando, con una mano protectora sobre su vientre.
Óliver se detiene en seco empujando mi silla. Su mirada va de mí a ella, como un péndulo cruel.
Un médico se acerca a Nadia.
-Señorita Rossi, el sangrado es normal en el primer trimestre, pero debemos tener cuidado.
El mundo se detiene. El ruido de la sala de urgencias se desvanece en un zumbido sordo.
Óliver suelta mi silla de ruedas. Da un paso hacia ella.
-¿Óliver? -gime Nadia, extendiendo los brazos hacia él como si fuera su salvador.
Él me mira. Veo la duda en sus ojos. Veo el conflicto. Su esposa, doblada de dolor en una silla. Su amante, embarazada y asustada.
Es una elección. Y yo sé cuál va a tomar antes de que mueva un músculo.
-Atiendan a mi esposa -le ladra a una enfermera que pasa, sin mirarme-. Voy enseguida.
Y camina hacia Nadia.
La abraza. Le besa la frente. Le susurra cosas que no puedo oír pero que me queman más que el fuego de la chimenea.
Me quedo sola en medio del pasillo estéril. El dolor físico es agonizante, pero el dolor en mi pecho es nuclear, devastador.
La enfermera me mira con lástima.
-Señora Moretti, vamos a revisarla.
Me llevan a una habitación. El médico me hace una ecografía. El sonido del latido llena la habitación. Es rápido. Fuerte. Un tambor de guerra.
-Está embarazada de ocho semanas -dice el médico, rompiendo el silencio-. Hay amenaza de aborto por estrés. Necesita reposo absoluto.
Miro la pantalla. Ese pequeño punto gris.
Óliver está en la otra habitación, consolando a la mujer que lleva a su bastardo. Él eligió.
Aprieto los puños sobre las sábanas blancas hasta que mis nudillos se ponen blancos.
-No le diga nada a mi marido -le ordeno al médico. Mi voz es acero templado-. Si él se entera, le juro que haré que le revoquen la licencia y veré cómo su mundo arde hasta los cimientos.
El médico traga saliva y asiente, aterrorizado por la promesa en mis ojos.
Voy a luchar. No por él. No por nosotros.
Voy a luchar por este bebé. Y voy a destruir a cualquiera que intente quitármelo.