El dolor es agudo, pero irrelevante. La sangre brota, caliente y oscura, goteando sobre las inmaculadas sábanas blancas del hospital, pero no me importa. Ya nada me importa.
-Para cuando se dé cuenta de lo que ha hecho, yo ya seré un fantasma.
Marco asiente lentamente, con la mandíbula tensa. Él sabe que tengo razón. Sabe que si me quedo, moriré. Ya sea de pena o por una bala perdida en la guerra que acabo de desatar.
-Hay alguien esperando abajo -dice Marco, bajando la voz-. Luis Santoro.
Me detengo en seco.
Luis.
El nombre es un eco lejano de mi infancia. Él era el hijo del Don rival, el heredero prohibido, pero jugábamos juntos en los veranos neutrales. Siempre fue silencioso. Una sombra constante. Protector. Ahora es el Underboss de la familia del Norte.
-¿Luis? ¿Por qué?
-Le llamé. Le dije que necesitabas un santuario. No dudó. Dijo que vendría él mismo.
Me visto con movimientos mecánicos con la ropa que Marco me ha traído. Jeans. Una sudadera negra que me traga. Nada de vestidos de diseñador. Nada que pertenezca a la señora Moretti.
Bajamos por el ascensor de servicio. El zumbido del metal descendiendo es el único sonido.
El aire de la noche golpea mi cara, gélido y cortante, cuando salimos al aparcamiento trasero.
Allí está.
Luis Santoro está apoyado en un SUV negro blindado, una bestia de acero bajo la luz de la luna. Es más alto de lo que recuerdo. Sus hombros son anchos, su postura es relajada pero letalmente alerta. Lleva un abrigo largo oscuro que ondea levemente con el viento.
Cuando me ve, se endereza. Sus ojos oscuros recorren mi cara, no juzgando, sino evaluando los daños. Nota la palidez, el vacío en mi mirada. No dice nada estúpido como "¿Estás bien?". Sabe que no lo estoy. Sabe que estoy rota.
Simplemente abre la puerta trasera.
-Estás a salvo, Laura -dice. Su voz es grave, profunda. Una promesa de acero en un mundo de cristal.
Asiento y camino hacia el coche.
Pero entonces, el sonido hidráulico de las puertas automáticas de la entrada principal del hospital rompe el silencio.
Óliver sale.
Nadia está aferrada a él como una hiedra venenosa, caminando con dificultad, haciendo un espectáculo teatral de su fragilidad.
Óliver se detiene. Gira la cabeza como si sintiera mi presencia en el aire.
Nuestros ojos se encuentran a través de la distancia, entre las sombras alargadas del aparcamiento.
Por un segundo, el tiempo se detiene. El mundo deja de girar.
Él frunce el ceño. Da un paso hacia mí, impulsado por algo visceral, como si su instinto le gritara que algo está mal. Que su esposa se está escapando.
-¡Óliver! -gime Nadia, fingiendo que sus piernas ceden, doblando las rodillas como si fuera a desmayarse-. ¡Me duele!
Él se detiene en seco. Mira a Nadia. Me mira a mí.
Esa vacilación.
Esa maldita fracción de segundo de duda.
Fue todo lo que necesité para comprender que nunca me mereció.
Nadia tira de él y él se gira hacia ella, dándome la espalda. Eligiendo, una vez más, a la mujer equivocada.
Me meto en el coche de Luis y cierro mi corazón.
-Vámonos -digo.
Luis cierra la puerta. El sonido es definitivo. Se sube al asiento del conductor y arranca el motor.
El coche se desliza fuera del hospital, alejándose de la ciudad que ha sido mi jaula dorada.
Miro mi mano izquierda. El anillo de bodas sigue ahí. Una banda de oro simple que significaba "para siempre". Una mentira circular.
Me lo quito. La piel debajo se siente extrañamente desnuda.
Bajo la ventanilla. El viento golpea mi cara, secando mis lágrimas antes de que puedan caer.
Lanzo el anillo a la oscuridad de la carretera. No oigo cuando golpea el asfalto. Desaparece, igual que mi amor por él.
Luis me mira por el espejo retrovisor. Sus ojos se encuentran con los míos. No hay juicio. Solo una comprensión silenciosa y oscura.
-Tengo una casa en las montañas -dice-. Nadie sabe que existe. Tendrás médicos. Seguridad. Y silencio.
-No quiero silencio, Luis -respondo, mirando cómo las luces de la ciudad de Óliver se desvanecen en la distancia, convirtiéndose en meros puntos borrosos-. Quiero venganza.
Luis sonríe levemente. Es una sonrisa peligrosa. Una sonrisa de guerra.
-Primero, sanas. Y luego... luego dejamos que el mundo arda.
Cierro los ojos.
Adiós, Óliver.
Adiós, Laura Moretti.
La mujer que abre los ojos ya no es una esposa. Es una reina sin corona, y voy a recuperar mi trono con fuego y sangre.