"Los hay, Óliver. Y lo sabes."
Él suspira, pasándose la mano por el pelo perfecto, un gesto ensayado de frustración.
"Te llevaré a cenar. A Il Cielo. Nuestro lugar. Esta noche. Te darán el alta."
No es una invitación. Es una orden. Quiere exhibirme como un trofeo reparado. Quiere mostrarle a la ciudad que los Moretti son sólidos, que su reina sigue en el tablero.
Acepto. No porque quiera, sino porque necesito comprar tiempo para que mi abogado finalice el fideicomiso para el bebé. Solo necesito jugar mi papel unas horas más.
Por la noche, me visto. Un vestido negro. Sencillo. De luto, aunque él no lo sabe.
El restaurante está vacío. Espeluznantemente vacío. Lo ha reservado todo para nosotros. Hay velas parpadeando. Violines llorando en el fondo. Es una puesta en escena perfecta de una mentira romántica.
Óliver me sirve vino. Yo solo me mojo los labios, sintiendo el sabor metálico del miedo.
"Has estado distante," dice, cortando su filete. El cuchillo rasga la carne sangrante con una precisión quirúrgica. "Lo entiendo. He estado... distraído."
"¿Distraído?" repito, mi voz goteando incredulidad. "¿Es así como llamas a tener otra familia?"
Él deja el cuchillo con fuerza, el sonido de la plata contra la porcelana resuena como un disparo.
"No empieces, Laura. Hago lo que hago por el bien de todos."
"¿Por el bien de quién? ¿Del tuyo?"
Intenta tomar mi mano sobre la mesa. Su tacto es cálido, familiar. Por un segundo, una fracción de segundo estúpida, mi cuerpo quiere ceder. Quiere creer que el hombre que amé todavía existe bajo esa máscara de ambición.
"Podemos arreglarlo," dice, mirándome a los ojos, y casi parece creerlo. "Tú y yo. Somos un equipo."
Entonces, la puerta del restaurante se abre de golpe.
El estruendo rompe el hechizo.
Nadia entra. O irrumpe, más bien.
No lleva maquillaje. Tiene los ojos rojos e hinchados. Parece desquiciada, al borde del colapso.
"¡Sabía que estabas aquí con ella!" grita, su voz desgarrada por la histeria.
Los camareros se quedan paralizados. Los guardaespaldas de Óliver intentan detenerla, pero vacilan un segundo-el segundo fatal-al reconocer a la amante de su jefe. Ella se zafa.
"¡Nadia, vete!" ruge Óliver, levantándose de golpe, tirando su silla.
Ella corre hacia nuestra mesa. Sus ojos están fijos en mí. Hay odio puro en ellos, un veneno destilado por los celos.
"¡Tú eres el problema!" chilla. "¡Si no fuera por ti, él estaría conmigo! ¡Él me ama a mí!"
Se lanza sobre mí.
Todo sucede en cámara lenta. Veo el brillo de locura en sus pupilas.
Veo sus manos, sus uñas largas, buscando mi cara. Intento levantarme, pero la mesa me atrapa, inmovilizándome.
Ella me empuja. Caigo hacia atrás con la silla, incapaz de frenar el impacto.
El golpe contra el suelo me deja sin aire, aturdida.
Pero no termina ahí.
Nadia, ciega de ira, lanza una patada.
No me da en la cara. No me da en las piernas.
Su tacón se clava directamente en mi bajo vientre.
El dolor estalla. Blanco. Cegador. Absoluto.
Grito. Es un sonido animal que me desgarra la garganta, un aullido que no reconozco como mío.
"¡Nadia!" Óliver la agarra y la lanza lejos, contra la pared, con una violencia tardía.
Pero ya es tarde. Demasiado tarde.
Siento cómo algo vital se rompe dentro de mí. Siento la sangre caliente empapando mis muslos, manchando el vestido negro, confirmando mi luto.
Óliver se arrodilla a mi lado. Su cara es una máscara de horror genuino.
"Laura... Laura, ¿qué pasa?"
Me miro las piernas. Hay sangre en el suelo de mármol. Demasiada sangre. Roja y brillante sobre la piedra blanca.
"Mi bebé..." susurro. Las lágrimas me nublan la vista, borrando el mundo.
"¿Qué?" Óliver me mira, confundido, como si le hablara en otro idioma.
El mundo se oscurece. Lo último que veo es la cara de Óliver, dándose cuenta de lo que acaba de suceder, y a Nadia en el rincón, sollozando sobre las ruinas que ha creado.
Despierto en el hospital.
La habitación está en silencio. Un silencio clínico, asfixiante.
Mi Consigliere personal, el único hombre leal a mi padre y no a Óliver, está sentado en la esquina, montando guardia.
"¿Laura?" pregunta suavemente.
"¿Lo perdí?" pregunto. Mi voz es un susurro roto, apenas un hilo de aire.
Él asiente lentamente. Su rostro es grave, sombrío.
Cierro los ojos. Una lágrima solitaria rueda por mi mejilla. No grito. No lloro. El dolor es tan profundo que no hay sonido para expresarlo. Es un vacío que me traga entera.
"¿Dónde está él?" pregunto, abriendo los ojos hacia el techo blanco.
"En la suite presidencial. Con ella. Nadia tuvo una crisis nerviosa," informa, con un tono neutro que esconde su desprecio. "Él está... asegurándose de que ella esté bien."
Una risa amarga escapa de mis labios. Ácida. Dolorosa.
Por supuesto. Ella mata a mi hijo y él la consuela.
Me siento en la cama. El dolor físico es agudo, pero la ira es un anestésico poderoso. Me quema las venas, devolviéndome a la vida.
"Dame el teléfono," le ordeno al Consigliere.
"Laura, deberías descansar..."
"¡Dámelo!"
Me lo entrega, comprendiendo que no hay vuelta atrás.
Marco el número. No el de Óliver.
Marco el número de la línea segura de la Comisión.
Adjunto el archivo. Nueve años de pruebas meticulosamente recopiladas. Cuentas bancarias en paraísos fiscales. Nombres de jueces sobornados. Fechas de ejecuciones. Robos a la propia familia. Traiciones imperdonables.
Mi dedo flota sobre el botón de "Enviar".
"Óliver," susurro al aire vacío, imaginando su rostro una última vez. "Querías un heredero. Acabas de matar al único legítimo que tendrías."
Presiono "Enviar".
"Ahora, observa cómo arde tu reino hasta los cimientos."