El aroma a mantequilla avellanada y salvia fresca llenaba mi pequeña cocina, una fragancia cálida que normalmente me haría cerrar los ojos y sonreír. Pero esa noche, chocaba violentamente con la frialdad del papel que me quemaba en las manos.
Estaba de pie junto a la isla de granito, con el delantal manchado de harina. La carta era una notificación final de "Suministros Gastronómicos del Norte". Las letras rojas en la esquina superior derecha parecían gritarme: URGENTE.
-Tres mil dólares solo en especias y aceites -susurré, sintiendo cómo se me cerraba la garganta.
Dejé la carta sobre una pila de sobres sin abrir que crecía como una torre de Babel en la esquina de la mesa: la luz, el gas, el alquiler del local comercial, la nómina de mis dos ayudantes. La cifra total bailaba en mi cabeza, un número monstruoso de cinco cifras: cincuenta mil dólares.
Cerré los ojos y respiré hondo. El Crisol no era solo un restaurante; era mi vida. Era la promesa que me hice cuando papá murió y me quedé sola. Era la prueba de que podía crear algo hermoso lejos de la lástima ajena. Pero el mundo culinario era una bestia hambrienta, y parecía decidida a devorarme.
El timbre sonó, agudo y exigente, sacándome de mi espiral de pánico.
Miré el reloj del microondas. Las nueve de la noche. Me limpié las manos en el delantal y me alisé el cabello, rezando para no tener harina en la cara.
-El inquilino -recordé.
Había puesto el anuncio esa misma tarde, en un arranque de desesperación. "Ricardo", decía el mensaje de texto. Breve, conciso.
Caminé hacia la entrada, esquivando una caja de vinos que no tenía dónde guardar. Mi departamento estaba justo encima del restaurante, en un edificio antiguo que crujía con cada paso, como si tuviera huesos viejos. Abrí la puerta dejando la cadena de seguridad puesta. No podía permitirme ser descuidada.
Al otro lado, bajo la luz parpadeante del pasillo, había un hombre.
Lo primero que noté fue que estaba empapado. La llovizna de la ciudad le había oscurecido el cabello. Lo segundo, que no parecía un asesino en serie, lo cual era un alivio, pero tampoco encajaba con la imagen de alguien que busca alquilar una habitación barata en mi zona.
-¿Valeria Cruz? -preguntó. Su voz era grave, educada, pero cargada de un cansancio que reconocí al instante porque yo sentía el mismo.
-Soy yo. ¿Tú eres Ricardo?
-Ricardo Márquez. Vengo por la habitación.
Quité la cadena y abrí la puerta. Era alto, de hombros anchos que tensaban la tela de un jersey azul marino engañosamente simple. Llevaba una bolsa de deporte al hombro que parecía contener toda su vida.
-Pasa, por favor. Disculpa el desorden, estaba probando una receta.
Ricardo entró. Su presencia llenó el recibidor de inmediato. Había algo en su postura, en la forma en que sus ojos escaneaban el entorno, que me puso en alerta. No era la mirada curiosa de un estudiante; era una mirada analítica. Se movía con una contención extraña, como un animal grande tratando de no romper nada en una tienda pequeña.
-Huele increíble -dijo, deteniéndose en el umbral de la cocina.
-Raviolis de calabaza -expliqué automáticamente-. ¿Quieres ver la habitación primero o hablamos de las condiciones?
-La habitación.
Lo guié por el pasillo, observándolo de reojo. Tenía una mandíbula tensa y facciones duras, pero sus ojos oscuros evitaban los míos, como si temiera revelar algo.
Abrí la puerta blanca al final del pasillo. La habitación era modesta: cama doble, armario viejo, escritorio pequeño y vistas a un callejón. Nada de lujos. Esperé la mueca de desagrado, la negociación para bajar el precio.
Él entró, dejó la bolsa en el suelo y miró las paredes desnudas como si fueran obras de arte.
-Es perfecta -dijo.
Parpadeé, sorprendida.
-¿De verdad? Es ruidosa por las mañanas. Los camiones de reparto llegan a las seis. Y la calefacción es temperamental.
-Busco tranquilidad, no lujo -respondió, pasando la mano por el respaldo de la silla. Sus manos eran finas, cuidadas, no parecían manos que hubieran trabajado duro físicamente-. Y el ruido del restaurante no me molesta.
Me crucé de brazos, adoptando mi postura de negociadora, la misma que usaba con los proveedores de pescado.
-Son seiscientos dólares al mes, más servicios. Un mes de depósito y el mes corriente por adelantado. Y necesito saber a qué te dedicas. No quiero fiestas, ni problemas.
Ricardo asintió, sin inmutarse por el precio.
-Soy contador -dijo. La respuesta salió rápida, fluida-. Trabajo de forma independiente. Auditorías, balances. Acabo de mudarme y busco un perfil bajo. Soy tranquilo y pago puntualmente.
-Contador -repetí. Eso sonaba estable. Aburrido, incluso. Justo lo que necesitaba para equilibrar mi caos-. ¿Tienes referencias?
Vaciló por una fracción de segundo. Un silencio imperceptible para cualquiera que no viviera pendiente de los detalles, como una chef.
-Como dije, acabo de llegar. Pero puedo pagarte tres meses por adelantado ahora mismo, en efectivo, para cubrir la falta de referencias.
La oferta me golpeó en el estómago. Mil ochocientos dólares. Eso pagaría las especias. Eso evitaría que cortaran el suministro mañana.
Mi instinto me gritó una advertencia. ¿Quién lleva tanto efectivo encima hoy en día? ¿Por qué tanta urgencia? Lo miré a los ojos buscando malicia, pero solo vi una desesperación silenciosa. Se veía agotado, como alguien que huye de un incendio.
-Dos meses -corregí, intentando mantener el control. No quería deberle nada a un extraño si esto salía mal-. El depósito y el primer mes.
Ricardo esbozó una media sonrisa que transformó su rostro, suavizando la dureza de sus rasgos. Por un segundo, pareció casi... encantador.
-Trato hecho.
Sacó una cartera de piel del bolsillo trasero. Noté que el cuero estaba desgastado, pero era de una calidad suprema. Contó los billetes y me los tendió.
-Gracias, Valeria. No te daré problemas. Casi no notarás que estoy aquí.
-Eso espero -tomé el dinero. El tacto de los billetes fue un bálsamo para mis nervios-. Tienes un juego de llaves en la mesita. La cocina es zona común, pero mis cuchillos son sagrados. No los toques.
-Entendido.
-Bienvenido a casa, Ricardo. Buenas noches.
Cerré la puerta de su habitación y regresé a la cocina, apoyándome contra la encimera fría. Solté un suspiro que había estado conteniendo. Tenía un inquilino. Tenía dinero. Tenía un poco de aire.
Guardé el efectivo en la caja de metal y apagué las luces. Mientras caminaba hacia mi habitación, mi teléfono vibró en la mesita de noche.
La pantalla iluminó la oscuridad. Era un correo de mi abogado.
Asunto: URGENTE - Propiedad del local.
Valeria, malas noticias. El dueño del edificio ha recibido una oferta de compra agresiva por todo el inmueble. Es un consorcio de inversión anónimo que suele comprar para demoler. Si aceptan la oferta, podrían rescindir tu contrato de alquiler comercial en treinta días.
El teléfono se me resbaló de las manos y cayó sobre las sábanas.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. No era solo la deuda. Ahora, alguien poderoso, una sombra sin rostro, quería quitarme el suelo que pisaba. Me cubrí la cara con las manos, sintiendo las lágrimas de frustración arder en mis ojos.
Al otro lado de la pared, escuché el crujido de la cama de Ricardo. Él dormía seguro. Yo, en cambio, sentía que la guerra acababa de empezar.