El Sabor de los secretos
img img El Sabor de los secretos img Capítulo 2 Cenizas y Especias
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Capítulo 6 Vino Tinto y Mentiras Blancas img
Capítulo 7 La cacería había comenzado img
Capítulo 8 Hielo Derretido img
Capítulo 9 ¿Cuánto necesitas img
Capítulo 10 El Precio del Tiempo img
Capítulo 11 Estamos a mano img
Capítulo 12 Salmuera y Verdades a Medias img
Capítulo 13 La Cocina del Lobo img
Capítulo 14 El Banquete del León img
Capítulo 15 La Fuga del Crisol img
Capítulo 16 La Confesión y el Ultimátum img
Capítulo 17 Fuego en el Crisol img
Capítulo 18 La Transferencia Fantasma img
Capítulo 19 El Nudo de la Deuda y el Destino img
Capítulo 20 La Estrella Grabada y el Voto Oculto img
Capítulo 21 El Rescate Marcado img
Capítulo 22 Ecos en la Torre Este img
Capítulo 23 La verdad, servida fría y en directo img
Capítulo 24 La Última Cena en El Crisol img
Capítulo 25 Cenizas y Señales Digitales img
Capítulo 26 El Fantasma en la Estructura img
Capítulo 27 Bajo la Cera y el Canto img
Capítulo 28 La Marea Negra img
Capítulo 29 La Mesa de los Fantasmas img
Capítulo 30 La Capilla de los Inocentes img
Capítulo 31 El Arquitecto del Vacío img
Capítulo 32 El Aire que Falta img
Capítulo 33 El Peso del Silencio img
Capítulo 34 El Meridiano de la Sangre img
Capítulo 35 La Máscara de la Tercera Hija img
Capítulo 36 El Brillo en el Abismo img
Capítulo 37 La Jaula de Hierro y Agua img
Capítulo 38 La Selva de los Huérfanos img
Capítulo 39 La Extensión del Fantasma img
Capítulo 40 El Vuelo del Lázaro img
Capítulo 41 La Semilla Humana img
Capítulo 42 El Algoritmo de la Sangre img
Capítulo 43 El Vientre del Leviatán de Acero img
Capítulo 44 El Banquete de los Caníbales img
Capítulo 45 El Primogénito Roto img
Capítulo 46 El Último Algoritmo de Papá img
Capítulo 47 El Evangelio del Óxido img
Capítulo 48 El Ecosistema del Duelo img
Capítulo 49 El Batiscafo de los Condenados img
Capítulo 50 El Jardín después del Diluvio img
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Capítulo 2 Cenizas y Especias

POV: Valeria Cruz

El aroma a mantequilla avellanada y salvia fresca llenaba mi pequeña cocina, una fragancia cálida que normalmente me haría cerrar los ojos y sonreír. Pero esa noche, chocaba violentamente con la frialdad del papel que me quemaba en las manos.

Estaba de pie junto a la isla de granito, con el delantal manchado de harina. La carta era una notificación final de "Suministros Gastronómicos del Norte". Las letras rojas en la esquina superior derecha parecían gritarme: URGENTE.

-Tres mil dólares solo en especias y aceites -susurré, sintiendo cómo se me cerraba la garganta.

Dejé la carta sobre una pila de sobres sin abrir que crecía como una torre de Babel en la esquina de la mesa: la luz, el gas, el alquiler del local comercial, la nómina de mis dos ayudantes. La cifra total bailaba en mi cabeza, un número monstruoso de cinco cifras: cincuenta mil dólares.

Cerré los ojos y respiré hondo. El Crisol no era solo un restaurante; era mi vida. Era la promesa que me hice cuando papá murió y me quedé sola. Era la prueba de que podía crear algo hermoso lejos de la lástima ajena. Pero el mundo culinario era una bestia hambrienta, y parecía decidida a devorarme.

El timbre sonó, agudo y exigente, sacándome de mi espiral de pánico.

Miré el reloj del microondas. Las nueve de la noche. Me limpié las manos en el delantal y me alisé el cabello, rezando para no tener harina en la cara.

-El inquilino -recordé.

Había puesto el anuncio esa misma tarde, en un arranque de desesperación. "Ricardo", decía el mensaje de texto. Breve, conciso.

Caminé hacia la entrada, esquivando una caja de vinos que no tenía dónde guardar. Mi departamento estaba justo encima del restaurante, en un edificio antiguo que crujía con cada paso, como si tuviera huesos viejos. Abrí la puerta dejando la cadena de seguridad puesta. No podía permitirme ser descuidada.

Al otro lado, bajo la luz parpadeante del pasillo, había un hombre.

Lo primero que noté fue que estaba empapado. La llovizna de la ciudad le había oscurecido el cabello. Lo segundo, que no parecía un asesino en serie, lo cual era un alivio, pero tampoco encajaba con la imagen de alguien que busca alquilar una habitación barata en mi zona.

-¿Valeria Cruz? -preguntó. Su voz era grave, educada, pero cargada de un cansancio que reconocí al instante porque yo sentía el mismo.

-Soy yo. ¿Tú eres Ricardo?

-Ricardo Márquez. Vengo por la habitación.

Quité la cadena y abrí la puerta. Era alto, de hombros anchos que tensaban la tela de un jersey azul marino engañosamente simple. Llevaba una bolsa de deporte al hombro que parecía contener toda su vida.

-Pasa, por favor. Disculpa el desorden, estaba probando una receta.

Ricardo entró. Su presencia llenó el recibidor de inmediato. Había algo en su postura, en la forma en que sus ojos escaneaban el entorno, que me puso en alerta. No era la mirada curiosa de un estudiante; era una mirada analítica. Se movía con una contención extraña, como un animal grande tratando de no romper nada en una tienda pequeña.

-Huele increíble -dijo, deteniéndose en el umbral de la cocina.

-Raviolis de calabaza -expliqué automáticamente-. ¿Quieres ver la habitación primero o hablamos de las condiciones?

-La habitación.

Lo guié por el pasillo, observándolo de reojo. Tenía una mandíbula tensa y facciones duras, pero sus ojos oscuros evitaban los míos, como si temiera revelar algo.

Abrí la puerta blanca al final del pasillo. La habitación era modesta: cama doble, armario viejo, escritorio pequeño y vistas a un callejón. Nada de lujos. Esperé la mueca de desagrado, la negociación para bajar el precio.

Él entró, dejó la bolsa en el suelo y miró las paredes desnudas como si fueran obras de arte.

-Es perfecta -dijo.

Parpadeé, sorprendida.

-¿De verdad? Es ruidosa por las mañanas. Los camiones de reparto llegan a las seis. Y la calefacción es temperamental.

-Busco tranquilidad, no lujo -respondió, pasando la mano por el respaldo de la silla. Sus manos eran finas, cuidadas, no parecían manos que hubieran trabajado duro físicamente-. Y el ruido del restaurante no me molesta.

Me crucé de brazos, adoptando mi postura de negociadora, la misma que usaba con los proveedores de pescado.

-Son seiscientos dólares al mes, más servicios. Un mes de depósito y el mes corriente por adelantado. Y necesito saber a qué te dedicas. No quiero fiestas, ni problemas.

Ricardo asintió, sin inmutarse por el precio.

-Soy contador -dijo. La respuesta salió rápida, fluida-. Trabajo de forma independiente. Auditorías, balances. Acabo de mudarme y busco un perfil bajo. Soy tranquilo y pago puntualmente.

-Contador -repetí. Eso sonaba estable. Aburrido, incluso. Justo lo que necesitaba para equilibrar mi caos-. ¿Tienes referencias?

Vaciló por una fracción de segundo. Un silencio imperceptible para cualquiera que no viviera pendiente de los detalles, como una chef.

-Como dije, acabo de llegar. Pero puedo pagarte tres meses por adelantado ahora mismo, en efectivo, para cubrir la falta de referencias.

La oferta me golpeó en el estómago. Mil ochocientos dólares. Eso pagaría las especias. Eso evitaría que cortaran el suministro mañana.

Mi instinto me gritó una advertencia. ¿Quién lleva tanto efectivo encima hoy en día? ¿Por qué tanta urgencia? Lo miré a los ojos buscando malicia, pero solo vi una desesperación silenciosa. Se veía agotado, como alguien que huye de un incendio.

-Dos meses -corregí, intentando mantener el control. No quería deberle nada a un extraño si esto salía mal-. El depósito y el primer mes.

Ricardo esbozó una media sonrisa que transformó su rostro, suavizando la dureza de sus rasgos. Por un segundo, pareció casi... encantador.

-Trato hecho.

Sacó una cartera de piel del bolsillo trasero. Noté que el cuero estaba desgastado, pero era de una calidad suprema. Contó los billetes y me los tendió.

-Gracias, Valeria. No te daré problemas. Casi no notarás que estoy aquí.

-Eso espero -tomé el dinero. El tacto de los billetes fue un bálsamo para mis nervios-. Tienes un juego de llaves en la mesita. La cocina es zona común, pero mis cuchillos son sagrados. No los toques.

-Entendido.

-Bienvenido a casa, Ricardo. Buenas noches.

Cerré la puerta de su habitación y regresé a la cocina, apoyándome contra la encimera fría. Solté un suspiro que había estado conteniendo. Tenía un inquilino. Tenía dinero. Tenía un poco de aire.

Guardé el efectivo en la caja de metal y apagué las luces. Mientras caminaba hacia mi habitación, mi teléfono vibró en la mesita de noche.

La pantalla iluminó la oscuridad. Era un correo de mi abogado.

Asunto: URGENTE - Propiedad del local.

Valeria, malas noticias. El dueño del edificio ha recibido una oferta de compra agresiva por todo el inmueble. Es un consorcio de inversión anónimo que suele comprar para demoler. Si aceptan la oferta, podrían rescindir tu contrato de alquiler comercial en treinta días.

El teléfono se me resbaló de las manos y cayó sobre las sábanas.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. No era solo la deuda. Ahora, alguien poderoso, una sombra sin rostro, quería quitarme el suelo que pisaba. Me cubrí la cara con las manos, sintiendo las lágrimas de frustración arder en mis ojos.

Al otro lado de la pared, escuché el crujido de la cama de Ricardo. Él dormía seguro. Yo, en cambio, sentía que la guerra acababa de empezar.

            
            

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