Estaba preparando la mise en place para el servicio de mediodía. Mis manos se movían por memoria muscular: picar perejil, limpiar camarones, reducir la salsa de vino tinto. Pero mis ojos no dejaban de desviarse hacia la mesa de la esquina, esa que solía ser para los comensales solitarios y que ahora se había convertido en el cuartel general improvisado de Ricardo.
Llevaba allí tres horas. Había bajado con ropa nueva -unos vaqueros rígidos y una camisa de franela que parecía haberle costado diez dólares en el mercado-, pero su postura no encajaba con la vestimenta. Se sentaba con la espalda recta, casi militar, y tecleaba en mi viejo portátil con una velocidad y precisión que me resultaban hipnóticas.
-No entiendo cómo lo haces -dije, rompiendo el silencio.
Ricardo levantó la vista. Tenía el ceño fruncido, esa línea de concentración profunda entre las cejas que, extrañamente, le daba un aire de autoridad que no correspondía a un contador desempleado.
-¿El qué?
-Haces que esa hoja de cálculo parezca un instrumento musical. Yo tardo diez minutos solo en encontrar la fórmula de la suma, y tú llevas ahí media hora moviendo celdas sin tocar el ratón.
Él esbozó una sonrisa breve, casi ensayada, que no llegó a sus ojos. Estaba tenso. Desde que bajó esa mañana, había estado actuando como un animal en territorio hostil. Cada vez que sonaba la campanilla de la puerta principal o pasaba un coche haciendo ruido, sus hombros se tensaban y miraba hacia la entrada con una vigilancia depredadora.
-Son solo atajos de teclado, Valeria. Hábito profesional. Cuando trabajas con auditorías, el tiempo es dinero.
Me sequé las manos en un trapo y me acerqué con dos tazas de café expreso. Dejé una frente a él.
-¿Y qué dicen los atajos de teclado sobre mi futuro inminente?
Ricardo tomó la taza. Noté que sus dedos tamborileaban sobre la mesa con un ritmo nervioso.
-Dicen que Inversiones Aurora no puede echarte tan fácil como creen -dijo, girando la pantalla hacia mí.
Señaló un párrafo resaltado en un documento legal que había descargado.
-He revisado los estatutos municipales de la zona. Tu edificio tiene más de ochenta años. Hay una cláusula de "protección de fachada histórica" que el dueño anterior activó para recibir subsidios de pintura en los noventa. Si el nuevo consorcio quiere demoler o hacer cambios estructurales mayores, necesitan un permiso especial de patrimonio que tarda, mínimo, seis meses en aprobarse.
Parpadeé, atónita.
-¿Cómo sabes todo eso? -pregunté, frunciendo el ceño-. ¿Eso lo enseñan en la carrera de contabilidad?
Ricardo vaciló. Hubo un silencio de un segundo, un parpadeo imperceptible donde vi cómo su cerebro calculaba la respuesta.
-Tuve un cliente... una inmobiliaria pequeña -dijo, bebiendo un sorbo largo de café-. Tuve que aprender sobre normativas para auditar sus activos. Se me pegó algo de la jerga.
-Pues bendita sea tu memoria -suspiré, sintiendo un alivio momentáneo-. Entonces, ¿tengo seis meses?
-Tienes tiempo para respirar. Y el tiempo es la única moneda que importa cuando negocias con tiburones. Ellos quieren una compra rápida y limpia. Si les mostramos que esto será un pantano burocrático, podrían perder interés o sentarse a negociar una indemnización real.
Hablaba con una frialdad estratégica que me erizó la piel. No hablaba como alguien que defiende al pequeño; hablaba como alguien que sabe cómo piensan los grandes porque habla su idioma.
En ese momento, un sonido vibrante rompió la atmósfera. No era su teléfono, era el mío, que estaba cargando cerca de la caja registradora. Pero la reacción de Ricardo fue desproporcionada. Dio un respingo tan violento que casi volcó el café sobre el teclado. Sus ojos se clavaron en la puerta de entrada, como si esperara que un equipo SWAT irrumpiera por ella.
-Es solo mi alarma de los proveedores -dije, mirándolo con extrañeza-. Ricardo, ¿estás bien? Estás... eléctrico.
Él se pasó una mano por el pelo, despeinándose su corte perfecto.
-Sí, lo siento. Demasiado café. Y no dormí bien. La cama es... diferente a lo que estoy acostumbrado.
-¿Diferente? ¿Dormías en una cama de agua o en una tabla de faquir? -intenté bromear, pero él no se rió.
Se puso de pie bruscamente, cerrando la tapa del portátil.
-Necesito salir un momento. Tengo que comprar... material de oficina. Carpetas. Para organizar tus facturas. Es un desastre ahí dentro.
-Ricardo, hay una papelería a dos calles.
-Prefiero ir al centro. Necesito caminar. Despejar la mente.
Tomó su chaqueta impermeable, que crujió ruidosamente, y se dirigió a la puerta trasera, la que daba al callejón, evitando deliberadamente la entrada principal que daba a la calle transitada.
-¿Por qué sales por ahí? -pregunté, la sospecha empezando a germinar en mi pecho.
-Costumbre -dijo sin mirarme-. No me gusta llamar la atención.
Salió y cerró la puerta tras de sí.
Me quedé sola en la cocina, con el zumbido del refrigerador como única compañía. No me gusta llamar la atención. ¿Qué clase de persona dice eso?
Intenté volver al trabajo, pero la concentración se había esfumado. La duda es como una mancha de aceite en un mantel de lino; una vez que cae, se extiende y es imposible de ignorar.
Necesitaba pesar la harina para la masa de la tarde. Fui a encender la balanza digital. La pantalla parpadeó débilmente y se apagó.
-Maldita sea -gruñí-. Pilas.
Busqué en el cajón de "varios". Nada. Recordé entonces que había visto un paquete de pilas AA en la mesa de noche de la habitación de invitados cuando la limpié, justo antes de que Ricardo llegara.
Dudé. Entrar en su habitación cuando no estaba era invasivo. Él había sido claro sobre querer privacidad. Pero también era mi casa, y solo eran unas pilas. Y, siendo honesta conmigo misma, una parte de mí quería entrar. Quería ver si encontraba alguna pista que me dijera quién era realmente este "contador" que sabía de leyes inmobiliarias y saltaba con cada ruido.
Me sequé las manos y subí las escaleras. El piso de madera crujió bajo mis pies, acusándome con cada paso.
Llegué frente a su puerta. Toc, toc. Silencio.
Giré el pomo. La puerta se abrió.
La habitación estaba en penumbra; había bajado las persianas hasta el fondo, dejando el cuarto casi a oscuras a las once de la mañana. Encendí la luz del techo.
Lo primero que me golpeó fue la impersonalidad.
No había nada.
Llevaba aquí una noche y una mañana, pero no había sacado nada de su bolsa. No había ropa en la silla, ni libros en la mesa, ni cepillo de dientes en el vaso cuando pasé por el baño antes. La cama estaba hecha con una precisión militar, las sábanas estiradas sin una sola arruga, como si nadie hubiera dormido en ellas.
Parecía la habitación de un fantasma. O de alguien que está listo para huir en treinta segundos.
Fui a la mesita de noche. Abrí el primer cajón buscando las pilas.
Allí estaban. Agarré el paquete.
Justo al lado de las pilas, vi algo que me hizo detener la mano. Era su billetera. La había dejado olvidada.
Era de cuero negro, gastado pero elegante. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Ahí dentro estaba su identificación. Podía saber si realmente se llamaba Ricardo Márquez. Podía saber de dónde venía.
Extendí la mano. Mis dedos rozaron el cuero frío.
No lo hagas, Valeria. Eso es cruzar una línea.
Pero la necesidad de saber era física. La levanté. Pesaba poco. Estaba a punto de abrirla cuando escuché el sonido inconfundible de la puerta del apartamento abriéndose en el piso de abajo.
-¡Mierda! -susurré.
Solté la billetera en el cajón como si quemara y lo cerré de golpe, agarrando solo las pilas.
-¿Valeria? -la voz de Ricardo resonó desde la escalera. Sonaba alarmado-. ¿Hay alguien arriba?
-¡Soy yo! -grité, intentando que mi voz sonara casual mientras corría hacia la puerta-. ¡Buscaba unas pilas!
Salí al pasillo justo cuando Ricardo llegaba al descansillo superior. Estaba jadeando ligeramente, como si hubiera subido las escaleras corriendo de tres en tres. Sus ojos estaban muy abiertos, oscuros y alertas.
Se interpuso en mi camino, bloqueando el paso. Su mirada viajó de mi cara a mis manos, donde apretaba el paquete de baterías como un salvavidas, y luego hacia la puerta abierta de su habitación a mis espaldas.
-¿Entraste? -preguntó. Su voz fue un susurro bajo, peligroso.
-Mi balanza se murió -expliqué, dando un paso atrás ante su intensidad-. Recordé que había pilas en el cajón. Toqué... toqué antes de entrar.
Ricardo no se movió. Me escrutó, analizando cada microexpresión de mi rostro. Sentí que estaba buscando culpa en mis ojos. ¿Qué tenía miedo que viera? ¿La billetera? ¿O algo más que yo no había notado en esa habitación vacía?
-No me gusta que toquen mis cosas -dijo finalmente. La tensión en su mandíbula era visible.
-Lo siento, Ricardo. Es mi casa, y eran mis pilas -me defendí, recuperando un poco de mi orgullo-. No he tocado nada más. Tu habitación está... muy ordenada.
Él pareció relajarse un milímetro al ver que yo no parecía horrorizada ni acusadora. Sus hombros bajaron.
-Lo siento -dijo, pasándose la mano por la cara de nuevo. Parecía exhausto-. No estoy acostumbrado a compartir espacio. Soy muy celoso de mi privacidad. Es... una manía.
-Una manía intensa -murmuré, cruzándome de brazos-. Mira, Ricardo, te agradezco la ayuda con los papeles del edificio. De verdad. Pero si vas a vivir aquí, necesito saber que no estoy metiendo problemas en mi casa. Te comportas como si alguien te persiguiera.
Él me miró fijamente. Por un segundo, pensé que me lo diría. Vi la tentación en sus ojos, la necesidad de compartir la carga. Pero la puerta se cerró en su mirada tan rápido como se había abierto.
-Nadie me persigue, Valeria -mintió. Y esta vez, la mentira fue suave, casi convincente-. Solo soy un hombre reservado que intenta empezar de cero. Dame un poco de espacio y te prometo que seré el mejor inquilino que has tenido.
Asentí, aunque no le creí del todo.
-Está bien. Aquí tienes tu espacio. -Señalé su puerta-. Pero la próxima vez que subas corriendo las escaleras como si hubiera un incendio, avísame. Casi me matas del susto.
Me di la vuelta y bajé las escaleras hacia la seguridad de mi cocina.
Ricardo se quedó en el pasillo, observando cómo bajaba. Cuando escuché sus pasos entrar en la habitación y cerrar la puerta -y esta vez, escuché el clic del pestillo-, solté el aire que había estado conteniendo.
No sabía qué escondía Ricardo Márquez. Pero mientras ponía las pilas nuevas en la balanza y veía los números digitales iluminarse de nuevo, supe una cosa con certeza: mi "contador" tenía mucho más miedo del que estaba dispuesto a admitir. Y ese miedo era contagioso.
Miré por la ventana del restaurante hacia la calle. La lluvia había empezado de nuevo, emborronando el mundo exterior. Un coche negro con vidrios tintados pasó despacio frente al local, reduciendo la velocidad casi hasta detenerse, antes de acelerar y perderse en el tráfico.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Probablemente no era nada. Solo paranoia.
¿Verdad?