La ruina de nuestra familia no fue solo un golpe financiero. Fue una demolición completa de nuestras vidas. Mis padres habían construido Orozco y Asociados desde cero, una exitosa firma de logística y tasación de arte. Después de su muerte, los socios, supuestos amigos de confianza, se abalanzaron. Usaron mi desgracia, el escándalo de "ciberacoso", como palanca, afirmando que mi reputación había dañado la posición de la empresa. Compraron mis acciones por una miseria, dejándonos a Javi y a mí con una deuda imposible. Fue una adquisición hostil, pura y simple, pero sin los medios legales para combatirla. Todo por las mentiras de Sofía y la fe inquebrantable de Gabriel en ellas.
Este nuevo trabajo, este "evento especial", era un salvavidas, aunque uno atado a un tiburón. No podía permitirme ser quisquillosa. Ya no. Tenía que ser fuerte, astuta e implacable. Justo como las personas que habían destruido mi vida.
Regresé a "Aura", el exclusivo lounge de Polanco donde trabajaba como hostess VIP. La iluminación tenue, el bajo pulsante de la música, el tintineo de las copas: era un ambiente familiar, una ilusión cuidadosamente construida de lujo y decadencia. Esta noche, sin embargo, se sentía diferente. Más pesado. Más siniestro.
Mi gerente, Brenda, una mujer cuyo rostro era una máscara permanente de cinismo cansado, me encontró en la entrada del personal. Sostenía una funda de ropa.
-Supongo que recibiste el correo -dijo, con voz plana.
-Sí -respondí, con la voz tensa.
-Bien. El cliente está esperando. Último piso, suite privada. Todo está listo.
Me entregó la funda.
-Ponte esto. Y recuerda, Eli, cualquier cosa que pida, dentro de lo razonable, lo complaces. Este no es tu turno habitual. Paga excepcionalmente bien.
Abrí la cremallera de la funda. Dentro había un vestido. No cualquier vestido, sino un deslumbrante y entallado vestido de un verde esmeralda profundo, con un escote de infarto y una abertura peligrosamente alta en la pierna. Era el tipo de vestido que gritaba "escort de lujo", no "hostess VIP". Mi estómago se contrajo.
-Brenda -empecé, mi voz apenas un susurro-. Esto... esto es un poco excesivo, ¿no?
Brenda suspiró, pasándose una mano por su cabello rubio perfectamente peinado.
-Mira, Eli, lo sé. Pero es un cliente importante. Damián Cienfuegos. Magnate tecnológico. Multimillonario. Excéntrico. Le gusta una cierta... estética. Y te pidió específicamente a ti. Dijo que te vio en el piso la semana pasada y quedó "cautivado por tu resiliencia".
Me lanzó una mirada significativa.
-Está pagando diez veces tu tarifa normal por esta noche. Ese problema de millones de pesos en el que te metió Javi... esta noche podría resolver una gran parte.
La mención de la indemnización millonaria fue como un balde de agua fría. Javi. Mi determinación se endureció.
-De acuerdo -dije, con voz plana-. ¿Dónde me cambio?
Brenda me llevó a un pequeño y estrecho vestidor.
-Recuerda las reglas, Eli. Sin teléfonos, sin conversaciones personales sobre tu vida exterior. Estás aquí únicamente para el entretenimiento y la comodidad del cliente. Es inofensivo, en su mayoría. Solo... particular. Y lo suficientemente rico como para permitirse todos sus caprichos.
Me dio una sonrisa tensa y tranquilizadora que no llegó a sus ojos.
-Estarás a salvo. Solo sé encantadora, atenta y asegúrate de que pase un buen rato.
Claro. A salvo. Encantadora. Atenta. Me miré en el tenue espejo del vestidor. El vestido esmeralda se aferraba a cada curva, haciéndome sentir expuesta, vulnerable. No era yo. No la Eli que estudiaba arte, que debatía filosofía, que soñaba con abrir su propia galería. Esto era un disfraz, un sacrificio.
Respiré hondo, armándome de valor. Una noche. Solo una noche, y luego podría respirar un poco más tranquila, saber que estaba un paso más cerca de sacar a Javi de este lío. Y luego me concentraría en salir de este lío yo misma.
Terminé de cambiarme, ajustando los tirantes, tratando de ignorar cómo la tela se sentía como una segunda piel. Brenda esperaba afuera. Me echó un vistazo, una mirada crítica que se suavizó ligeramente.
-Te ves impresionante, Eli. Ahora, vamos a ganar algo de lana.
Me llevó a un ascensor discreto, pasó una tarjeta de acceso y presionó el botón del último piso. El viaje fue silencioso, la anticipación creciendo en mi pecho. ¿Qué tipo de "peticiones poco convencionales" me esperaban? ¿Sería humillante? ¿Degradante? Aparté esos pensamientos. Tenía que concentrarme. Javi. Deuda. Supervivencia.
Las puertas del ascensor se abrieron directamente a una lujosa suite privada. El aire estaba impregnado del aroma a whisky y colonia cara. Un suave jazz sonaba desde altavoces invisibles. La habitación estaba tenuemente iluminada, bañada en el cálido resplandor de lámparas estratégicamente colocadas. Había sofás de terciopelo afelpado, un bar completamente surtido y una vista panorámica del brillante horizonte de la Ciudad de México.
Y entonces los vi.
No eran solo "algunas personas". Eran rostros familiares, rostros que no había visto desde mis días en La Ibero. Rostros que nunca quise volver a ver. Mi cuerpo se congeló, un pavor helado apoderándose de mí. Sentados casualmente en uno de los sofás, riendo y bebiendo champán, estaban dos de los amigos más cercanos de Sofía Valdés de la universidad, los mismos que habían testificado en mi contra, corroborando las mentiras de Sofía sobre el ciberacoso. Sara Jiménez y Marco Torres. Sus rostros, una vez familiares, ahora parecían llevar una mueca permanente de superioridad. Levantaron la vista, sus ojos se abrieron de par en par al reconocerme, sus risas muriendo en sus gargantas.
Mi sangre se heló. Esto no era un trabajo. Era una emboscada.