Fue hacia el teléfono y pulsó una tecla con furia.
-Esposas a Domicilio. Katherine Davenport al habla.
-Maldita sea, Kat, es una belleza -asombrosa y exótica, pensó para sí, recordando cada curva de su cuerpo enfundado en el traje blanco.
-Así que has salido de tu guardia lo suficiente como para mirar, ¿no?
-¿Por qué me has hecho eso?
-Laura es una de las mujeres más cariñosas que conozco -soltó un suspiro-. No lo he hecho por ti, sino por Kelly. A Laura le encantan los niños y tiene experiencia. Tienes las cualificaciones que pediste: buena educación, capaz de charlar con un crío y, además, divertida y creativa. Dale una oportunidad.
-No tengo opción. Kelly llega en dos días.
-Funcionará, Richard.
-Encuentra a otra persona, inmediatamente. No la quiero aquí.
-Andrea debería haberte hablado de Kelly -dijo Katherine con voz fría y cortante-. En eso estoy de acuerdo contigo. Cuando me dijo que te había abandonado porque te habías vuelto frío y mezquino, no lo creí. Ahora veo que tenía razón -concluyó. Richard se sintió como si lo hubiera abofeteado.
-Andrea se marchó porque no podía soportar las repercusiones del accidente. Quería que fuera el mismo de antes, en mi aspecto y en mi personalidad. Eso no iba a ocurrir. No ocurrirá jamás -inhaló con fuerza-. Encuentra a otra persona -colgó el teléfono sin despedirse.
Rodeó el escritorio, se dejó caer en la silla de cuero y la giró para mirar por la ventana. El sol pugnaba por asomarse entre las nubes. Richard hizo un esfuerzo para alejar sus recuerdos del accidente, del dolor y la reacción de Andrea cuando le quitaron los vendajes. Horror y repugnancia. Siempre creyó que Andrea estaría siempre con él, y lo dejó anonadado que se marchara. Debió imaginárselo cuando ella se negó a compartir su cama y a dejar que la tocara. Notaba su repulsión cada vez que se acercaba. La última vez que había disfrutado del placer de amar a una mujer fue la noche anterior del accidente.
Y ahora tenía en su casa a una mujer que, diez años antes, había sido considerada la más bella del estado. Su belleza aún cortaba la respiración.
-Señor Blackthorne -la voz, delicada y sureña, hizo que le diera un vuelco el corazón.
-He dicho que yo la llamaría...
-Eh, según recuerdo, mi puesto de trabajo exige que cuide a su hija, no de usted. Así que puede llamar y exigir cuanto quiera, milord...
-Pago su salario.
-Y, ¿qué? -dijo Laura. Él arqueó una ceja y se volvió hacia la puerta-. ¿No le enseñó su madre que es una grosería interrumpir a una señorita?
-¿No aprendió usted diplomacia en el Ministerio de Asuntos Internos?
-Sí, pero esto no es territorio extranjero, y no puede solicitar inmunidad diplomacia.
-¿Qué quiere? -preguntó Richard, inclinándose en la silla e intentando contener la sonrisa.
-Ajá, llegó la negocación -dijo ella triunfal-. A no ser que esa insulsa comida de la nevera y el congelador sea su idea de una dieta equilibrada, creo que tendré que planificar el menú yo.
-Perfecto. Encargue lo que quiera.
Laura suspiró y dejó caer la cabeza, pensando que era un hombre muy dificil. Agitó la bandeja para que se oyera el ruido de la porcelana.
-¿Oye eso? Son platos, con comida -dijo con voz sugerente.
-Déjela en la puerta.
-¿Perdón? -Laura parpadeó.
-Estoy seguro de que ha oído, señorita Cambrigde, la puerta no es tan espesa.
-Parece que su cabeza sí -murmulló ella.
-Déjela en el suelo y váyase -ordenó.
Laura dejó la bandeja y miró la puerta con furia, empeñada en sacarlo de su cueva.
-Creo que lo vamos a llevar muy mal, señor Blackthorne.
-Solo si rompe las reglas.
-¿Y cuáles son?
-Se las enviaré por correo electrónico.
-Vaya, eso es de lo más séptico.
-Es la única manera -musitó él en voz baja cuando oyó sus pasos en la escalera.
Se frotó la frente, rozando las cicatrices, soltó una maldición y se puso en pie. Rechinó los dientes, preguntándose cómo iba a sobrevivir con esa preciosa y deslenguada mujer paseándose por la casa.
Laura fregó los platos con furia. Le daba igual que se quedara encerrado y solitario, pero ¿qué ocurriría con Kelly? No podía permitir que una niña que esperaba ver a su papá percibiera la exclusión instantánea que Richard Blackthorne expresaba con unas pocas palabras; rechazaba todo contacto. Pensó que ella se ocuparía de eso.
Puso una lavadora y decidió investigar la casa. Sus zapatillas rechinaron en el sueño cuando recorrió los amplios pasillos, decorados con objetos medievales: una armadura, escudos y al menos tres espadas. Estaba claro que no le faltaba el dinero, pensó, echando una breve ojeada a las habitaciones y fijándose en un jarrón tan delicado que daba la impresión de que se rompería con mirarlo.
Entró en el salón, aunque pensó que podría ser el estudio o la sala de estar. Había pasado por un par de habitaciones cerradas con llave, y supuso que el señor Blackthorne no quería que nadie entrara en ellas. Tardaría días en investigar todos los recovecos, aunque estaba claro que la planta superior estaba prohibida.
Abrió las puertas del patio y el viendo húmedo y cálido acarició su rostro. Respiró profundamente, notando el sabor salado del aire, cerró las puertas y bajó hacia la playa corriendo. Sus pies se clavaron en la arena, abrió los brazos de par en par y se echó a reír. <
Era un lugar sureño y, evidentemente, el elegido por Richard Blackthorne para ocultarse del mundo.
No era extraño que lo temieran y murmuraran sobre él. La mansión se erguía sobre el pueblo como la de un señor feudad, rodeada por un muro de piedra de dos metros de altura, y el mar era el foso. Un lugar pacifico y perfecto.
Miró a la torre más alta de la mansión y vio una figura en la ventana, el blanco de la camisa contra las cortinas oscuras, que desapareció inmediatamente.
Un solitario príncipe dragón, pensó, que no deseaba que lo rescataran.