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Revisó la lista y se dirigió hacia la caja. <
-Es nueva aquí -dijo la cajera, una rubia que llevaba unos pendientes demasiado grandes y mascaba chicle de modo muy poco femenino.
-Sí. Es una isla preciosa -replicó ella.
-¿Está en el castillo que hay en el cabo?
-Soy la niñera del señor Blackthorne -explicó.
-¡Niñera! -exclamaron varias personas al unísono. Laura los miró a los ojos, uno a uno.
-El señor Blackthorne espera la llegada de su hija, y yo estoy aquí para cuidarla.
-Oh, pobre niña -exclamó una señora mayor.
-¿Por qué? -preguntó Laura, conociendo la respuesta.
-Tener un hombre tan horrible como padre.
-¿Conoce usted al señor Blackthorne?
-No exactamente.
-Entonces, ¿cómo puede saber como es? -preguntó, esperando que su rostro fuera la pura imagen de la inocencia.
-No sale de ese sitio -replicó la cajera-. No lo hemos visto en cuatro años, ni siquiera Dewey lo ha visto de cerca, y vive allí.
Lausa supuso que Dewey era el guardés de que aún no conocía.
-Está... está desfigurado -tartamudeó el chaval que guardaba la compra en bolsas.
-Si no lo has visto, ¿cómo lo sabes? -el chico se encogió de hombros como si fuera obvio, aunque nadie había visto a Blackthorne-. No veo que importancia puede tener su aspecto -dijo ella, intentando controlar su genio. La molestaba profundamente que se diera prioridad a la apariencia; era algo que sufría continuamente, aunque por las razones opuestas. Las mujeres no le ofrecían su amistad, imaginando que se creería superior a ella. Los hombres se esforzaban en impresionarla, para acostarse con ella o llevarla del brazo y lucirla en una reunión social como si fuera un trofeo; no una persona. Ni siquiera su prometido había visto más allá del bello rostro que Dios le había dado. Parecía que nadie quería ver más allá de la cicatrices de Blackthorne.
Se le hizo un nudo en el estómago y sintió cólera. Deseó proteger a ese hombre al que no conocía también a sí misma-. Cargue esto a la cuenta y que lo lleven a casa -dijo, y se marchó, consciente de los ojos que se clavaban en su espalda.
En vez de regresar en taxi, volvió paseando por el pueblo, para calmarse. Pero la asolaron los recuerdos de su infancia, cuando su madre la obligaba a aparecer en anuncios de televisión y en concursos que solo provocaban maledicencia. Siempre lo odió. Cuando creció, decidió elegir ella misma los concursos adecuados. Era una postura hipócrita, pero quería ir a la universidad y necesitaba el dinero de los premios.
Miró los escaparates, los cuidados porches y a los turistas e isleños que paseaban y hacía sus compras. Había dos viejos sentados junto al muelle, contándose historias y tallando madera; a juzgar por las virutas que habían a sus pies, era un ritual diario. Sonrió al recordar a su abuelo en la mecedora tallando animales de madera para que ella y sus hermanos jugaran; no había dinero para más.
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Inhaló con fuerza la fresca brisa marina. En Octubre hacía calor cuando el sol estaba alto, pero era temporada de huracanes, llovía a menudo y el aire era húmedo y frío. Se abrazó la cintura y aceleró el paso. Pronto salió del pueblo y tomó la carretera que llevaba a la casa.
Entró y puso la cafetera. Cuando se frotaba los brazos para entrar en calor oyó a alguien cortando leña. Frunció el ceño, se acercó a la puerta trasera y movió la cortina. Todo lo que tenía de mujer se removió en su interior al ver la musculosa espalda desnuda de un hombre que alzaba un hacha y partía un tronco de un golpe.
Blackthorne. Era un hombre magnífico. Solo llevaba unos vaqueros y botas. Lo veía de perfil y, obviamente, era el lado que no tenía cicatrices, pero su rostro tenías rasgos definidos y aristocráticos. Su cabello oscuro ondeaba al viento, demasiado largo y desliñado. El colocó otro tronco y los músculos de sus brazos se hincharon cuando golpeó con el hacha, casi partiendo el tronco. Cortó dos más, e hizo una pausa, apoyando el hacha en el tocón.
Al oírlo hablar comprendió que no estaba solo y acercó a la ventana. Había un hombre mayor sentado en un banco, jugueteando con una navaja. Debía ser Dewey Halette y, aparentemente, además de guardés era amigo de Blackthorne, quizá el único.
Dewey dejó algo y sus rasgos se arrugaron como una manzana vieja. Llevaba una camiseta que ceñía su estómago y las rodillas de sus vaqueros estaban blancas por el desgaste. Sus ojos fueron de un hombre a otro; Blackthorne, como si supiera que estaba allí, siguió de espaldas. Vio unas brillantes cicatrices, como cortes de daga, que marcaban sus costillas.
Debió ser algo muy doloroso, pensó, preguntándose cómo habría sido el accidente. De repente, él echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, y a sorprendió la profundidad y calidez del sonido.
La alegró que no fuera totalmente ajeno a los placeres de la vida y controló su deseo de unirse a ellos. Si él quisiera que lo viese, se habría acercado. Blackthorne dijo algo, Dewey se sonrojó y, con una sonrisa, se puso en pie y colocó un montón de troncos a sus pies. Él los partió uno tras otro mientras Dewey recogía y apilaba.
De pronto, Dewey se detuvo y la miró. Ella le devolvió la mirada. Blackthorne dejó el hacha y agarró una sudadera con capucha.