-Perdón -dijo ella, saliendo-. No tenía intención de molestar.
-Pues lo hizo -dijo Blackthorne de espaldas a ella, poniéndose la sudadera.
-Lo siento, me iré a otro sitio.
-No -Richard suspiro, deseando darse la vuelta y mirarla a los ojos-. No puedo permitir que se sienta como si tuviera que evitar lugares donde estoy yo.
-Pero eso es lo que pretende, ¿no? Preferiría que no estuviera aquí -vio que él se tensaba-. Lo menos que podemos hacer es ser honestos el uno con el otro, señor Blackthorne.
-Sí, es cierto -Richard apretó los labios-. Admito que me disgusta no poder pasear libremente por mi casa.
-No tiene por qué esconderse.
-No me escondo. He elegido esta forma de vida, señorita Cambrigde; en los últimos cuatro años he comprendido que es la mejor.
-La más fácil, quiere decir.
-No tiene nada de fácil.
-¿Y qué me dice de su hija? Espera a su papi y necesita que la consuelen. Ha perdido a su madre, por Dios santo.
Richard sintió una opresión en el pecho al imaginarse el dolor de Kelly, y deseó con toda el alma poder consolarla.
-Por eso la contraté, señorita Cambrigde.
-¿Es que ni siquiera le importa?
Se puso rígido. ¿Importarle? No podía explicarle que cuando se enteró de que tenía una hija solo había sentido rabia y cólera hacia la madre de Kelly por abandonarlo sabiendo que estaba embarazada, por no darle la oportunidad de conocer a su hija.
Su amor por su esposa desapareció cuando ella lo rechazó y lo sentenció a esa prisión. No podía olvidar el pasado.
-Sí, me importa, pero perdóneme si la paternidad no me ilusiona. Aún no me he acostumbrado a la idea -dijo, yendo hacia el garaje.
-Pues vaya acostumbrándose -espetó ella a su espalda-. Llegará pasado mañana, deseando verlo. ¿Cómo quiere que le explique que su padre no quiere conocerla?
-Dígale la verdad, señorita Cambrigde- gritó él, sin dejar de andar-. Su padre no quiere provocarle pesadillas.
Ella se quedó sin habla y cuando la recuperó él había desaparecido. Se volvió hacia Dewey.
-Eso no ha ido nada bien, ¿verdad?
-No, señora -respondió él.
-Soy Laura Cambrigde.
-Eso dijo el señor Blackthorne.
-¿Qué más le dijo? -con rostro impasible, Dewey se volvió y comenzó a apilar los troncos entre dos árboles. El montón media nueve metros de ancho y uno y medio de altura. Probablemente necesitaban la leña por si se iba la luz en las tormentas. La casa de piedra debía ser fría y húmeda-, Todos los del pueblo piensan cosas horribles de él, pero usted ya lo sabe, ¿verdad? -dijo ella, admirándolo por guardar los secretos del señor Blackthorne, aunque tuviera que mentir para ello. Dewey colocó unos troncos en el montón-. ¿Puede al menos explicarme su rutina diaria para que no volvamos a pelearnos?
-No -dijo Dewey mirándola fijamente.
-¿Perdone? -ella abrió los ojos de par en par.
-El señor Blackthorne hace lo que quiere, señora, y si vuelve a encontrarse con él, supongo que tendrá que apañarse como pueda.
-Oh, es usted una gran ayuda -abrió los brazos y los dejó caer-. Prefiera verlo encerrado como un topo en este palacio -señaló el castillo-... ¿o que conozca a su hija? -él no contestó y se puso a cortar la leña. Laura comprendió que no le sacaría nada. Aún así, le puso una mano en el hombro-. No me iré de aquí hasta que sepa que Kelly recibirá buenos cuidados y toneladas de amor -farfulló, alargando las palabras y exagerando su acento sureño-. ¿Me oye, señor Halette?
-Sí, señora -un brillo divertido relampagueó en sus ojos-. Llámeme Dewey, señora.
-Laura -accedió ella, se volvió hacia la casa y añadió-. Van a traerme un pedido, y llegarán pronto. Si quiere seguir con su embuste, sospecho que más le vale borrar su sonrisa de su rostro.
-Sí, señora -Dewey parpadeó, luchando por contener una sonrisa aún mayor.
El dulce aroma del horno inundó la casa, y con él llegó un coro de risas. Decidió bajar, utilizando la antigua escalera de servicio, que llevaba años tapiada. Un laberinto de pasadizos se escondía tras las paredes; los corredores eran empinados y estrechos. No los había utilizado desde que los descubrió en su casa y hacia años que solo él y Dewey la recorrían.
Ahora ella estaba allí, cocinando. Verla era tan tentador como el olor a chocolate horneado, pero sobre todo lo atrajo su risa, limpia, fresca y feliz. Algo de Laura Cambrigde tocaba su corazón. Ella lo desafiaba y se rebelaba, y él ansiaba hablarle, empujarla hasta el límite, pero sabía que todo estaría perdido si veía su rostro. Su hija dependía de Laura.
Se detuvo al final del corredor y oprimió el resorte, sujetando la pared para que no se abriera del todo. Ella estaba ante el horno, sacando una bandeja de galletas. Era una escena doméstica, que no había conocido con Andrea, pero lo sorprendió aún más ver a tres personas sentadas alrededor de la mesa.
Laura les llevó un plato de galletas y se las ofreció. Invitados en su casa, por primera vez. Deseó enfadarse, deseó que se fueran porque no podía unirse a ellos. Verla hablar tan animadamente solo consiguió que su aislamiento fuera más agónico y amargo.
Maldijo para sí ante su belleza; los tres hombres la escuchaban embodados. Cuando fue a meter otra bandeja de galletas al horno, todos ladearon la cabeza para mirarle el trasero. Él se preguntó si estaban allí para verla casa, verlo a él o para verla a ella.
-Es una casa bastante grande -dijo el adolescente que solía llevar el pedido.
-Sí, no se acaba nunca -comentó ella, dejando caer cucharadas de masa en otra bandeja.
-Da miedo -dijo uno de los hombres.
-A mí me encanta. Es grande e impresionante. Y la piedra rezuma historia de todo el mundo.
Richard, se apoyó en la pared, recordando que él había pensado lo mismo cuando la vio.
-¿Ya lo has visto? -preguntó el otro hombre.
-Claro.
-¿Es... es horrible?
Richard inmóvil, esperó la respuesta.
-A mí no me lo pareció.
Ni mentía ni daba información, y Richard se preguntó por qué actuaba así.
-Entonces, ¿por qué se esconde?
-Es un hombre solitario, y quizás sea porque no se le ha recibido bien y... -hizo una pausa, volvió la cabeza para mirarlos, con una chispa de pasión en los ojos-. Os aviso que si una sola persona hace un comentario insultante a su hija, bueno... digamos que mi abuelito me enseñó a disparar un fusil y a despellejar las piezas cazadas.