er, astro en el que, por cierto, había dejado de existir la famosa gran mancha roja que observaron por primera vez los extintos astrónomos del siglo XX, pero en el que un particularmente catastrófico impacto de asteroide había hecho aparecer una tormentosa franja de color negro en su hemisferio norte, curioso detalle que hacía parecer a aquel planeta conformado por dos semiesferas separadas por un espacio indecible entre ellas. La joya del sistema solar, Saturno, continuaba invicto en su superior belleza, aún sus anillos igual de brillantes girando sin pausa en derredor y no descansaba el astro en su empeño de moler eternamente a aquellas lunas que habían caído en sus seductoras atracciones o habían nacido de sus propias entrañas, de tal forma que algunos fragmentos caían de vez en cuando hacia el mundo, cual si fuera aquel planeta el original Saturno mítico devorando, obseso, a sus hijos.
Pero, sin duda, de todos los planetas del sistema solar el que más ha¬bía cambiado era Marte. Sin embargo, su transformación no fue natural, sino inducida por el propio ser humano luego de su precipitada huida, cuando algunas naves regresaron desde la recóndita negrura del cosmos, luego de miles de años, para reencontrarse con la Tierra, siempre yéndose desilusionadas, por cuanto el viejo planeta que había sido el hogar original humano no tendría mucho que ofrecer por lo menos durante varios miles -o tal vez millones- de años; así de yermo y agresivo se mostraba. Entonces, el hombre viró sus ojos al cercano vecino terrestre y sintió un impulso irrefrenable por resucitar a aquel muerto, razón por la que envió cientos de bombas atómicas hasta allí, que cayeron sobre aquel mundo sistemáticamente, habiéndose optado así por el método más sucio, pero el más económico y rápido, para iniciar la terraformación marciana, amenizado el proceso por constantes destellos nucleares que estremecían aquella enloquecida atmósfera. El impulso y determinación humana fue tal que incluso se hicieron estallar bombas en las órbitas de Fobos y Deimos y, dado que estos satélites eran tan minúsculos, fueron desviados, precipitándose sobre su planeta regente. Similar acción se llevó a cabo con otros asteroides y cometas cercanos, con lo que se buscaba, además de aumentar el calor planetario, introducir los elementos químicos faltantes en ese astro y que se encontraban en aquellas masas menores que vagaban por el sistema solar. El fuego y la destrucción lo fueron todo en Marte durante siglos de bombardeos y agresiones, mediante lo cual el hombre buscaba derretir el agua congelada en sus polos y debajo de su superficie. Cuando el líquido vital cubrió los valles gracias a la inevitable subida de la temperatura atmosférica, fueron liberados toda clase de seres microscópicos y materia orgánica sobre la que quería ser convertida en una nueva Tierra. Unos pocos miles de años después de tan terrible agresión, los esfuerzos humanos habían ya dado sus frutos, ya que por fin el hombre pudo regresar a su antiguo sistema planetario, aunque fueron en ese primer momento solo pequeñas colonias de pioneros las que se arriesgaron a vivir en un mundo aún no del todo habitable.
Las grandes masas de población se mantuvieron en Novaterra, el pequeño planeta milagroso que orbitaba en torno a Wolf 359 -ahora oficialmente llamado Wolf, a secas- y que los hombres adoptaron como su nuevo hogar luego de los acontecimientos que los expulsaron de la Tierra en 2503. Novaterra era un planeta ligeramente más pequeño que la Tierra, que giraba con gran rapidez sobre su propio eje, tal que en 12,51 horas -es decir, doce horas, treinta minutos y treinta y seis segundos- ya Wolf hacía su periplo celestial en el cielo de aquel mundo. Su gravedad era casi idéntica a la terrestre, ligerísimamente menor, justo de 9,77 m/s2, una feliz coincidencia que, junto al hecho de que fuera un planeta pétreo con una enorme cantidad de agua líquida -casi el triple de la contenida en la Tierra-, una atmósfera un poco más gruesa que la terrestre -y de paso más que suficientemente densa- y ubicado dentro de la distancia justa respecto a Wolf que le hacía mantener su temperatura y nivel de energía dentro de los límites aceptables para la vida, hizo que su descubrimiento, unos ciento veinte años antes de que los hombres partieran a su conquista luego de que no les quedó más remedio, fuera considerado un verdadero milagro, aunque muchos en ese momento ya habían dejado de creer en esas cosas.
Novaterra tenía dos satélites de tamaño muy similar entre sí, aproximadamente un sesenta por ciento más pequeños que la Luna. La vieja obsesión humana por dar nombres mitológicos a los astros importantes se impuso nuevamente con estos pequeños cuerpos celestes. Una de estas lunas, la más cercana a Novaterra, giraba dando siempre la misma cara al planeta y tardaba 169,25 horas en hacer una ronda completa en torno a su planeta regente, es decir, le tomaba siete días y un poco más de una hora terrestre. Este satélite era muy parecido a la Luna, con el mismo color y la misma textura, e incluso, visto desde Novaterra, tenía un tamaño similar. Se discutió mucho en torno a su nombre: unos, afincados en su similitud al viejo astro hermano de la Tierra, proponían llamarlo Novaluna, Nueva Luna o Selene; otros se oponían rotundamente y defendieron nombres novedosos, como Shanti, Deus, Zeus y tantos otros. Al final la llamaron Atenea, en conmemoración a la antigua diosa griega de la sabiduría, pues se llegó al consenso de que sería necesario para el hombre tener la sabiduría suficiente como para comprender las causas por las cuales había llegado a este nuevo mundo luego de tan desastrosa actuación en su planeta de origen. Los hombres en la Tierra actuaron de forma absurda, de espaldas a toda ciencia y a toda lógica, faltos, definitivamente, de la guía de Atenea. Aunque los seres humanos de esos tiempos no eran muy religiosos, pensaron que tener en el cielo de su nuevo mundo un satélite con un nombre divino semejante haría que aquella inexistente providencia por lo menos sirviera para recordarles, cada vez que fuera visible, lo estúpidos que ha¬bían sido tantos milenios antes en su mundo original.
La otra luna era un poco más grande que Atenea, pero estaba mucho más alejada, tanto que desde la superficie de Novaterra parecía una pequeña bola de luz amarilla, por lo menos un setenta por ciento más pequeña respecto a su compañera. Esta otra luna era un verdadero infierno, siempre cubierta por una gruesa capa de azufre a la que debía su color amarillo; a veces, sin embargo, cambiaba su tono repentinamente, debido a que grandes volcanes cubrían su cielo de polvo luego de hacer erupción y diversos materiales eran expulsados y, dependiendo de su composición, el matiz de la fina atmósfera variaba de acuerdo a las partículas suspendidas en ella y su superficie era cubierta por un manto de cenizas y escombros. Unas veces era azulado, otras, algo verdoso; incluso, durante unos años se hizo un mundo tan sombrío que casi no se le notaba en la noche, por lo que parecía un disco gris oscuro contra el cielo negro nocturno. Pero luego de un tiempo, invariablemente, se volvía otra vez amarilla y resplandeciente, como un pequeño limón flotando en la noche. Este lejano satélite también causó polémicas y muchos nombres se sugirieron: Perseo, Pegaso, Orión, Tao, Darhma, y demás nombres providenciales provenientes de varias antiguas y modernas mitologías se consideraron. Sin embargo, fue un nombre por completo inesperado el que por fin se impuso, sugerido por uno de los primeros grandes intelectuales de esos tiempos, recién instalados los seres humanos en su nuevo mundo, luego de mil trescientos ocho años de haber salido de la Tierra. La llamaron Dorothy.
El mago de Oz -junto a otros tantos filmes del primer siglo de la historia del cine- era considerado una exquisita e insustituible obra de arte y prueba documental de la forma de vida humana en la Tierra, vehículo por el cual la gente podía contemplar y añorar a su vez el mundo que había perdido. Antes del Éxodo -nombre con el que pasó a la historia el difícil y peligroso viaje que emprendió la humanidad desde la Tierra hasta Novaterra-, seis siglos de cine le permitieron al hombre nómada del espacio entender cómo había sido la vida en un planeta. El deseo y la lucha de Dorothy por volver a su hogar era un argumento más que nunca vigente para esos desdichados, convirtiéndose, a pesar de su infantil argumento, en una de las cintas más vistas y estudiadas durante el viaje espacial. Cuando finalmente los seres humanos, luego del largo viaje y del gran esfuerzo de conquistar y terraformar aquel mundo, pisaron Novaterra, ya seguros de su suelo, no pudieron evitar sentirse felices de volver a un hogar. El infinito camino amarillo que el satélite dibujaba en el cielo y que tardaba poco más de un mes en recorrer se les hizo material y tangible. Dorothy no era un personaje mitológico, pero en ese momento para aquellos seres humanos el espíritu que ese personaje cinematográfico representaba era más divino que el que pudiera poseer cualquier mito.