Tan interesante evento hizo que la gente mostrara un reavivado interés por la Tierra, a pesar de que ya para muchos ese planeta no significaba más que un mero dato histórico que habían aprendido en su natural proceso de educación. Sin embargo, esa mancha azul para otros -en particular para los habitantes de Marte, jocosamente llamados marcianos por algunos bromistas- representó la esperanza de ver reconstruido aquel mundo antiguo que tanto habían estudiado y con el cual tanto habían soñado.
Desde que los espejos fueron colocados a su alrededor, la Tierra se veía, desde Marte, como la más intensa estrella, invisible en sus tránsitos frente al Sol, pero en algunas oportunidades, durante el amanecer, se le podía observar a ojo desnudo como un solecillo blanco que se levantaba sobre el horizonte marciano y que precedía al Sol verdadero o, a veces, que le seguía en el ocaso, dejándose ver por poco tiempo. Pero en ese entonces los colonos de Marte notaron algo que les llamó la atención: con el pasar de los años la Tierra se hacía cada vez menos brillante, cosa lógica, pues los océanos se iban extendiendo y la luz era absorbida por el azul creciente de los mares. Las nubes aparecieron débilmente al principio, pero a medida que los océanos progresaban, su turbulenta presencia en el aire era más poderosa. De esta forma, muy lentamente, la Tierra volvía a ser azul. Escaseaban aún las manchas amarillas y pardas de los continentes y ni por asomo algún rastro de verde se mostraba, pero a pesar de eso era más reconocible aquello como el mundo, con su franja azul irregular en el ecuador y con sus nubes cual inestables y móviles vetas blancas.
Otros tipos de satélites humanos iniciaron, entonces, una exploración más detallada del planeta, observándolo constantemente, vigilando su evolución, escrutando su clima, escaneando la superficie del mar hasta la litosfera que había debajo del hielo, reconociendo de nuevo el relieve oculto. Caían también al mar cientos de dispositivos no tripulados para hacer incursiones y visitas en sitio. Por este medio, los seres humanos de esos días conocieron París, Nueva York, Río, Brasilia, Hong Kong, Roma, Atenas, México... todas esas ciudades de sus sueños y que veían en el arte del Prexilio -para las lenguas de los hombres de esos tiempos, palabra casi equivalente a 'prehistoria', pues designaba todos los tiempos anteriores al Éxodo y, como prehistoria significó alguna vez, designaba la nueva palabra, Prexilio, los tiempos incomprensibles de los hombres que vivieron antes de las eras realmente entendibles para ellos: las eras espaciales-. Una histeria colectiva infundió a la gente -en Marte con enorme fuerza; más con cierta frialdad en Novaterra, así como en los otros planetas y satélites que ya había logrado conquistar el hombre- cuando recibieron las primeras imágenes de esas antiguas ciudades sumergidas en el mar helado. Apenas eran reconocibles algunas formas similares a negras estalagmitas bajo las aguas, pero todos sabían que esos eran los restos petrificados de los rascacielos que la humanidad construyó en la antigüedad. Así, las ciudades importantes del pasado volvieron a tener importancia.
Aún la Tierra era muy fría y los boquetes en el hielo se abrían y cerraban constantemente. Solo era perenne una variable franja azul sobre el ecuador, pero eso no le impidió a los seres humanos enviar las primeras exploraciones tripuladas. La primera estuvo formada por seis personas que cayeron al norte, a varios cientos de metros sobre lo que un día había sido Viena. Los robustos seres humanos que emprendieron esa aventura llevaban cascos con visores oscuros para protegerse de la radiante luz que hostigaba a aquel mundo y del frío de la atmósfera, eso más que de cualquier contaminante o agente agresivo, pues cuando sus aparatos midieron la composición del aire, arrojaron como resultado que era completamente inofensivo para ellos, y de hecho, era mejor que el de Marte y el de la propia Novaterra.
-Voy a quitarme el casco para respirar -dijo uno de ellos.
-¿Estás seguro, Arenas? -preguntó otro, que iba a su lado.
-Sí, estoy seguro, Robert -respondió con determinación Arenas-. No creo que me pase nada, aparte de pasar un poco de frío.
-Está a menos cincuenta grados centígrados. No es cuestión de solo pasar un poco de frío. Puede ser peligroso.
-Sí, sé que es muy frío, pero aun así quiero respirar este aire. Mira estos valores. ¡Es un aire ideal!
-Mejor pídele autorización a control, Arenas.
-Tranquilo Robert, no voy a morir.
Arenas destrabó su casco. Aquel moderno yelmo rugió ante la diferencia de presiones y temperaturas entre la atmósfera y el aire contenido en el interior del traje, por lo que una humareda salió expelida del anillo que unía ambas piezas y el visor, antes negro, emblanqueció por completo ante la repentina cristalización de humedad en su superficie. Por fin, el astronauta logró exponer su rostro al mundo, convirtiéndose en la primera faz humana en encarar directamente a su antigua Madre Tierra. Arenas era un hombre de piel clara, calvo y de facciones fuertes y macizas, no precisamente atractivo, con ojos color miel, casi amarillos, muy encapotados y tenían una ligera traza de raza oriental, una nariz gruesa y un mentón cuadrado. Aspiró el aire y tuvo por un momento una expresión de desagrado.
-Es muy frío. Me congela por dentro.
-Ponte el casco -Robert sonaba alarmado.
-Espera -dijo Arenas, cerrando los ojos, disfrutando a pesar del frío-. Solo quiero aspirar una vez más. Es un aire como nunca lo había sentido en toda mi vida. Es limpio. Muy limpio.
Luego de esa primera misión de reconocimiento a la Tierra, otras fueron para observar desde la superficie los cambios que se producían en aquel planeta ajeno y querido, pero las únicas permanencias en ese mundo eran las de los robots, que fueron colocados allí para que hicieran exploraciones más largas, en tanto la humanidad realizaba su lento proceso de mudanza a Marte desde Novaterra. Aún no podía respirarse el aire del planeta vecino, por lo menos no durante largos períodos, pero ya era posible para el común de la gente saludable soportar varias horas sin filtrarlo. La sociedad humana de ese entonces se dividía una vez más, pues desde Novaterra muchos partían a conquistar Marte, un mundo que era como un mito, cual tierra prometida, una América al otro lado del mar. Lo mismo había pasado con otros planetas ocupados por la humanidad, pues aparte de Novaterra y Marte, el hombre ya se había establecido en otras colonias más o menos duraderas, aunque no tan importantes como las del proyecto marciano: en Ishtar, un pequeño planeta, otrora llamado Lalande 21185-4, y en Hilas, un satélite del tamaño de la Tierra que giraba en torno a Heracles, un gigante gaseoso un poco más pequeño que Júpiter, pero, dada su elevada densidad, poseedor de una fuerza de gravedad asombrosamente elevada para un astro de su talla, casi la gravedad propia de una estrella pequeña -lo que a todos recordó la descomunal fuerza que poseía el personaje mitológico que le dio nombre-, y que en los tiempos más antiguos era llamado Lalande 21185-7b, ambos en órbita de Lalande 21185 -ahora tal sol llamado oficialmente Lalande, a secas-. Igualmente, estaba Forseti, planeta calcinado como el Mercurio solar, el mundo más hostil y complejo en el que se había establecido el hombre -ese lugar en el que nunca debió haber prosperado la vida, pero la humanidad ya había alcanzado un nivel de avance tal que nada se le hacía imposible a su voluntad, excepto, por supuesto, olvidar a su amada Tierra-, que giraba alrededor de la débil enana roja Ross 154 -a partir del poblamiento de Forseti, llamada oficialmente Ross, a secas-. Por supuesto, estaban también los cientos de mundos artificiales, mucho más pequeños, que había construido el hombre a lo largo de los años y que deambulaban por allí, orbitando algún planeta o luna en cualquier otra parte del vecindario estelar, o que iban de sol en sol, explorando y expandiendo las colonias humanas. En última instancia estaba Pier, pequeñísimo planeta vecino de Novaterra, aunque no muchos se establecieron allí, tal vez por su insignificancia y su aridez, pues era un astro que, puesto al lado de Plutón, poca o ninguna diferencia mostraría con este, no obstante sus pobres reservas de agua.
-Esa no es la razón por la que nunca se terminó de poblar realmente Pier -Siempre había algún imprudente que sacaba a relucir la verdad-. Todos sabemos que es más por vergüenza que por la pobreza de ese mundo.
-No digas nada -Siempre había alguien que respondía-. Ya sabes que de Pier no se habla.
De cualquier forma, todos estos mundos atrajeron la mirada del hombre una vez que ya había logrado establecerse en Novaterra, y en todos lo que llamó su atención fue ese pequeño destello azul, un destello de mar, que lo cautivaba como si fuera una flor de color brillante llamando provocativamente a un insecto. El hombre polinizaba con su semilla cada mundo en el cual existía una posibilidad de expansión.
Ahora era el turno de la Tierra, el primer planeta conocido. Era el más hostil de todos los que había intentado conquistar el hombre, pero la humanidad, por experiencia, sabía que tenía todo lo necesario para albergar vida, siendo, a lo mejor, más apto que todos los demás astros que se pudieran colonizar, ya que ese había sido, después de todo, su lugar de origen, su verdadero hogar. Por eso la dureza de ese reto no empequeñeció al hombre, que justificó la continuación durante tan largo tiempo del trabajo realizado por los espejos, los cuales calentaban la Tierra lentamente y con delicadeza, sin agredirla ni maltratarla, como se había hecho con Marte o Hilas. La Tierra era distinta: era ese amor perdido, enojado, con el corazón helado, el cual debía ser calentado con paciencia y palabras delicadas, lentamente y sin apuros. Después de todo, la humanidad ya tenía otros mundos que habitar y podía, por tanto, esperar a que la Tierra se tomara su tiempo y su mar creciera al ritmo que ella considerase prudente.