Capítulo 3 REGRESO AL HOGAR

Trasmoz, 28 de junio de 2018

Bien, ¿por dónde íbamos? ¡Ah!, ¡el destino! Te lo confirmo, no existe, es un hecho que la historia puede alterarse. Sin embargo, he de informarte que no todo depende de nosotros, que las circunstancias personales que nos rodean se mezclan y diluyen con las otras: las ambientales y las históricas. Sin ir más lejos el estudio del pasado siempre fue mi pasión y la carrera de Historia mi principal ocupación hasta que logré licenciarme.

Durante mis horas de estudio en que las diferentes asignaturas se solapaban en un sinfín de datos, fechas y sucesos, podía imaginar con facilidad cómo habrían sido las cosas en ese mismo instante ya pasado, al menos eso creía. Me fascinaba pensar que los diferentes episodios de la historia que se reflejaban en los libros y los apuntes en realidad habían existido, que sin duda habían sido tan reales como el presente en el que me encontraba.

Este pensamiento también se trasladaba a la historia que conocía sobre mi familia. Al menos la más reciente, la que se remontaba al siglo XVIII. Probablemente el escenario sería tan diferente a la época presente, que a menudo, cuando lo pensaba me hacía estremecer. Solía evocar los diferentes eslabones que, generación tras generación, habían conformado la naturaleza de mi familia. Pensaba más bien en mis antepasados, a los que, por la diferencia temporal que nos separaba, jamás conocería. Aun así, experimentaba una curiosa sensación de cercanía. Si bien éramos extraños a los que el tiempo había separado, quizás por la familiaridad de sus facciones, tal vez por las legendarias historias que me había contado mi abuela Lucía, encontraba en los viejos retratos familiares rostros amigables en los que seguro podría haber confiado o incluso querido.

Gran parte de la historia de mi familia se había desarrollado en una antigua casa, algo así como una mansión familiar que un antepasado llamado Diego mandó construir a comienzos del siglo XVIII. En ella habían nacido, vivido y muerto diferentes miembros de nuestra familia. La mansión, ahora maltratada por el tiempo y el abandono, aún dejaba adivinar en sus viejas paredes las huellas de un pasado imperturbable. Se encontraba casi en ruinas, tenía la fachada ennegrecida por el paso del tiempo y por algún que otro incendio, tristes vestigios de las guerras que tuvo que soportar. Aun así, el devenir de los años no había conseguido extinguir el porte señorial del edificio que se erguía entre los árboles como una fortaleza inexpugnable.

La misteriosa casa, según algunos, maldita, había sido construida sobre un gran peñón rocoso que escondía una inmensa cavidad valiéndose de este promontorio como poderoso cimiento al que agarrarse. Una base sólida sobre la que perdurar a través del tiempo.

Contaban que, durante la construcción de la misma, se podía escuchar el rugir de la roca, como si en su interior habitara una enorme bestia que clamara por salir de su cárcel. Sin embargo, el perpetuo rugir no era más que el ruido que la fuerza del agua generaba. Un enorme y caudaloso río bajaba con furia para estrellarse en el interior de la piedra hueca, formando una cascada interna a causa del abrupto desnivel. Al parecer, el torrente subterráneo había esculpido la roca, con el poder del tiempo y la fuerza del agua, convirtiéndola en una enorme cavidad en la que quizás, cupiera la propia casa si un día le diera por esconder sus enormes paredes en el interior de la tierra. No obstante todo eran vanas especulaciones y leyendas familiares, rumores que habían pasado de una generación a otra sin saber si se trataba de una suposición sin importancia o de un hecho verídico. Lo que sí era constatable es que, al parecer, aquel río subterráneo, que la casa escondía en sus entrañas, tenía su origen en un arroyo procedente de las colinas más cercanas al mismo Moncayo. Ese mismo cauce que se abría paso como una enorme serpiente que, sinuosa y veloz, desaparecía sin rastro para esconderse en lo más recóndito de las rocas que cimentaban el castillo de Trasmoz, que se encontraba a pocos metros por encima de la casa familiar. De este modo, el arroyo entraba por un extremo del castillo para solo percibir su sonido subterráneo en el extremo opuesto a este.

En más de una ocasión, mi abuela Lucía me había contado cómo aquellas mismas aguas que trascurrían por el subsuelo de la casa, habían sido fruto de una antigua disputa con el cercano Monasterio de Veruela, y cómo esa situación, había dado lugar a que, a día de hoy, Trasmoz fuera un pueblo maldito y excomulgado. Un hecho realmente peculiar y extraño.

A pesar de mi interés por la historia de mis ancestros, casi tenía olvidado aquel viejo edificio en mis recuerdos de la niñez, cuando el abogado de la familia me llamó para ponerme al día sobre la situación, ya que yo era la única heredera de la casa.

Habían pasado seis meses de aquel fatídico accidente que se llevó la vida de Dani, aquel primo lejano que más tarde se convertiría en mi compañero de vida. El psiquiatra me había bajado la dosis de los ansiolíticos al notar una incipiente mejoría. Aun así, convenimos que la retirada de los fármacos fuera gradual.

-No queremos dar un paso en falso, ¿verdad? -preguntó el psiquiatra detrás de sus pequeñas gafas mientras yo asentía.

Durante los meses de duelo había decidido dejarme llevar por las circunstancias que me acompañaban. Poco podía hacer por devolver a la vida a todos los familiares que habían ido desapareciendo. Dejaba pasar mi existencia impasible y gris como un día invernal, y con la esperanza de que en algún momento llegara de nuevo la primavera a mi vida.

Si hubiera dejado que la rabia dominara mi ser, me hubiera quemado por dentro e ido con ellos, pero si algo tenía claro es que a mis veintiocho años quería vivir, aunque fuera con la esperanza de algún día volver a ser feliz.

En el presente me encontraba en una soledad buscada, solo interrumpida por las ocasionales llamadas de los amigos de toda la vida. Introvertida por naturaleza, ahogaba mis penas con la rutina solitaria de una existencia monótona, sin demasiado ánimo de hacer nuevas amistades. Solo me aferraba a la gente de confianza, amigos que me conocían muy bien, a los que no tenía que dar ninguna explicación sobre mi mutismo temporal.

También en soledad, decidí hacer una visita a la casa familiar. Quería reencontrarme con los viejos fantasmas del pasado, quizás despedirme de ellos. No tenía claro qué iba a hacer con la mansión, lo decidiría estando allí.

La vieja casa, sin estar habitada hacía tiempo, tenía un aspecto lúgubre y sombrío. Cualquier persona se hubiera pensado dos veces pasar unas horas tras aquellas paredes, y mucho menos unos días. Sin embargo, para mí no era una casa cualquiera. Al atravesar la verja del jardín sentí que el propio edificio me acogía en su regazo como una madre que espera ansiosa la vuelta de algún vástago perdido; me sentía como la hija pródiga que vuelve años más tarde con la madurez de quien ha vivido y aprendido, pero que vuelve a su hogar, al fin y al cabo. El aliento de toda mi familia, conocida y no conocida, estaba ahí mismo. Casi los podía tocar y aunque ya no se encontraran en mi realidad, los sentía como un manto cálido en una fría noche de invierno.

A través del vestíbulo descuidado, observé un montón de hojas secas que, de algún modo, se habían conseguido colar dentro de la casa. Alcé la vista y vi las escaleras serpenteantes, que como una enredadera en bucle invitaba a subir al piso de arriba. Después de todo, por dentro no daba la impresión de la decadencia exterior. Recorrí con lentitud el pasillo principal entrando en cada estancia. Lo recordaba todo tal como era, pero con la perspectiva de la niñez en la que todo lo que te rodea es mucho más grande que cuando eres adulto, y algo de la grandiosidad que guardaba en mi memoria fue sustituida por el realismo que se imponía.

Pronto se haría de noche, así que me dispuse a preparar la cama del que siempre fue mi dormitorio. Se trataba de la habitación más próxima a las escaleras de caracol que bajaban al sótano.

Pero antes de ir a dormir la curiosidad me pudo, y a pesar de la oscuridad que poco a poco le iba ganado al día, pude desempolvar ciertos objetos que llevaban allí mucho tiempo. Testigos de paso intergeneracional, todos parecían querer contarme su propia historia y a todos los escuchaba con avidez: un reloj de arena, una antigua brújula que desvelaba la orientación de la casa, candelabros con aire fantasmal por las telarañas de años, libros antiguos, lámparas de aceite..., todo tenía un aspecto irreal. Hubo algo que me llamó la atención, extrañándome de no haberlo visto antes: una vitrina de cristal protegía una réplica de la casa en miniatura. Una verdadera obra de arte que me prometí a mí misma que si algún día vendía la casa, sería una de las piezas que me llevaría conmigo.

Fuera, la claridad de día se había trasformado en un pequeño hilo de luz que apenas iluminaba el interior. En la casa sobrevivían muy pocas bombillas en las viejas lámparas, consecuencia de no haber estado habitada durante mucho tiempo, así que decidí utilizar la linterna del móvil y la pequeña réplica se iluminó por completo dejando ver sus múltiples detalles. La figura me hablaba, me decía cómo había sido la casa en una época lejana. Durante mi repaso a esa obra de arte, un destello provocado por la luz en una superficie reflectante me deslumbró y durante unos segundos estuve sin poder ver nada. Recuperada ya de mi transitoria ceguera, pude percatarme de que la pequeña réplica se encontraba rodeada de diferentes espejos dispuestos, de tal modo, que reflejaban la casa desde distintos ángulos, multiplicándose hasta el infinito. El efecto óptico, casi mágico, sobre la réplica del edificio, me fascinó. Aquella caja trasparente que protegía la pequeña mansión tenía una base de madera con una enigmática inscripción en latín: praeterita, praesentia et futura, in uno loco. Pude observar, cómo de su base, una diminuta manivela sobresalía, y sin poder reprimir la curiosidad por ver si funcionaba, la giré. La réplica comenzó a dar vueltas sobre sí misma al son de una extraña melodía. Hipnotizada, por el sonido de la música y por los efectos visuales que los espejos producían al moverse, pasé largo rato observando el fabuloso artilugio. Cuando logré salir de mi ensimismamiento, la noche ya era cerrada.

Antes de irme a la cama hice una visita a los retratos de la casa. Quería anunciarles mi llegada, al fin y al cabo, eran los verdaderos moradores del viejo edificio. Ellos parecieron asentir satisfechos. Las miradas de mis ancestros, perdidas en la oscuridad y rescatadas por un instante por la linterna de mi móvil parecieron entornarse para seguir mis movimientos por el largo pasillo y, por primera vez en mucho tiempo no me sentí tan sola.

Volviendo sobre mis pasos, observé de nuevo los retratos de los primeros moradores de la casa, los pertenecientes al siglo XVIII, y recordé cómo mi abuela Lucía me había explicado que había sido don Diego Borau, junto con su mujer de origen francés, el responsable de la construcción de la mansión en la que me encontraba. También contaba que aquel adinerado antepasado provenía de las frías tierras del Pirineo Central, más concretamente, de un pueblo que lindaba con la frontera gala y que a su vez daba nombre al apellido familiar: Borau.

Los siguientes retratos pertenecían a don Jaime Borau, hijo del mismo, que mandó construir la casa y fue médico de la comarca, a su lado se hallaba su esposa: doña Engracia, una mujer elegante y orgullosa, con un semblante severo pero de mirada dulce. El único hijo de ambos, también llamado Jaime como su padre. Los siguientes retratos en la estirpe se mostraban con un apellido diferente: Borao. Alguien me explicó que habían tenido que cambiarlo durante la Guerra de la Independencia para que no diera confusión alguna con ningún apellido de origen francés. Así pues, consideraron que cambiar la "u" por la "o" era una forma práctica de "españolizarlo". Contiguo a este se desvelaba otro retrato: el mismo Jaime Borau, pero esta vez acompañado de su esposa e hijos. La mujer era hermosa y posaba con una mano puesta de un modo estratégico que ocultaba su vientre, quizás intentando disimular un incipiente embarazo. Al matrimonio les acompañaban tres vástagos: un jovencito de unos catorce años, una pequeña de diez y un bebé de meses.

Mi abuela Lucía, poco antes de morir, me habló de ellos como quien narra un cuento de hadas. Una extraña expresión delataba la especial predilección de la mujer por aquellos antepasados. Sus ojos encharcados mostraban la pena por el desdichado final que les había aguardado.

"¡Y todo por esa maldita guerra!", mascullaba con rabia contenida.

En aquel preciso instante no relacioné la triste historia con los retratos que se mostraban ante mí, quizás por el momento de su vida en el que me lo había contado, en el que el alzhéimer, traicionero, le hacía confabular intentando llenar el vacío de unos recuerdos perdidos por otros inventados, y supuse, que a pesar del fervor y la coherencia con la que me había narrado aquella historia, bien podría tratarse más de otra de sus confabulaciones que de algo que había ocurrido.

Continué observando con deleite los viejos cuadros como si de un gigantesco álbum familiar se tratara, sin embargo, del resto de los rostros solo podía especular con el parecido y la posibilidad de si serían hijos o nietos de los anteriores. Todo se confundía con una amalgama de rostros de niños, jóvenes y ancianos, repitiéndose las mismas personas en diferentes periodos de su vida. El esfuerzo por adivinar me fatigó y decidí irme a descansar.

La noche trascurría con su impasible soledad, a pesar de los extraños ruidos nocturnos que recordaba en mi niñez, me encontraba sumida en el más absoluto silencio. ¡Quién sabe!, quizás los fantasmas se habían cansado de sus alborotos nocturnos viendo que nadie respondía a sus llamadas de atención.

Me giré hacia la ventana, la silueta del castillo de Trasmoz se iluminaba por una luz mortecina que se colaba tras los cristales para alumbrar también gran parte de la estancia donde me encontraba. Aunque desde mi ángulo no lograba ver la esfera blanca, sabía que era noche de luna llena y que el cielo estaba despejado. Se podían distinguir con facilidad varios ramilletes de estrellas y planetas cercanos. En el horizonte, Venus se alzaba con sus destellos de diosa queriendo competir con la reina de la noche, regordeta y blanca y, en un extremo, agudizando la vista, advertí el atenuado rastro rojizo de Marte, eterno amante de Venus que pugnaba por acercarse a ella sin éxito.

-Están muy cerca -musité-, pero no juntos.

En aquel momento la tristeza me invadió. Había acordado conmigo misma que no caería en el recuerdo melancólico de Dani, y así lo haría. Una lágrima furtiva surcó parte de mi mejilla y me la sequé con avidez, como quien no quiere ser descubierta en su llanto. Decidí que lo mejor que podía hacer era dormir. Los ansiolíticos que me había tomado antes

comenzaban a hacer su trabajo.

            
            

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