Cuando por fin volví de mis recuerdos en forma de revelaciones, no pude menos que estremecerme al contemplar a mis antepasados allí presentes. La carta no explicaba nada de estos tristes acontecimientos. Sin embargo, narraba que una terrible desgracia se cernía sobre todos los miembros de la familia y que yo haría todo lo posible por salvarla. Todos debían hacer caso a mis propuestas sin cuestionar demasiado, pues venía de un tiempo en el que todo lo que iba a ocurrir ya era pasado y yo tenía la clave para salvarlos. Levanté la vista de la carta manuscrita, Jaime me observaba impaciente.
-No quisiera importunarte, pero es difícil no hacer preguntas en estas circunstancias. ¿Podría saber si tienes algún plan para impedir el cúmulo de desgracias que dices que nos esperan?
Sus ojos albergaban cierta duda sobre la veracidad de los hechos y sobre mi propia valía. Pero ya que estaba allí, decidí olvidar todas las dudas que pudiera generar y centrarme en ayudarles.
Hacía mucho tiempo, desde la muerte de Dani, que no me sentía con fuerzas para casi nada. Sin embargo, aquella misión, en cierto modo, me había devuelto a la vida y, a pesar de desear que lo que estaba ocurriendo fuera tan real como a mí me parecía, mi parte racional no hacía más que repetir que se trataba de un sueño.
Fuera lo que fuera, me dejé llevar por las circunstancias dispuesta a ayudarles. Además, el que supieran que procedía de un siglo venidero, permitía ahorrarme la extravagante explicación de que era una descendiente del futuro y, por tanto, sabía parte de lo que iba a ocurrir. Sin duda, podía centrarme en lo práctico. Aun así, al hacerme consciente de este hecho, no pude evitar cierta sorpresa, ya que ellos habían tomado mi aparición como algo esperado.
Intenté centrarme en los hechos y hacer memoria de todos los puntos que habían acontecido o que aún estaban por suceder, intentando desglosar la situación en pequeñas partes, como fracciones diferentes de un mismo problema. Al fin y al cabo, todo comenzaba con la muerte de Mónica, pero eso ya había ocurrido y nada se podía hacer para remediarlo.
El siguiente en fallecer, según me había informado mi abuela, era el primogénito de Jaime, que por aquel entonces se encontraba en Madrid estudiando Leyes. También me había contado que había muerto por un fortuito disparo fruto de las revueltas del Motín de Aranjuez. Era preciso salvarle la vida, sin embargo, había que darse prisa. Nos encontrábamos a 17 de marzo de 1808, misma fecha del comienzo de las revueltas del Motín de Aranjuez. Durante los siguientes días no serían pocos los altercados que acontecerían en el lugar. Lo había estudiado ya hacía algunos años en la carrera de Historia, aún así, recordaba los acontecimientos y las fechas con claridad.
Decidí comenzar con la explicación de los sucesos que pronto se desencadenarían, era mi modo de recapitular el pasado más cercano para situarme a mí misma en el pasaje de la historia en el que me encontraba y de este modo, cerciorarme de que lo que había estudiado era lo que había ocurrido en realidad.
-Bien, -comencé pensativa-. Estamos en 1808... Pero es en 1792, en plena Revolución Francesa, cuando se produce la destitución de Luis XVI en Francia. La monarquía española no está de acuerdo con los sucesos en este país. Esta situación hace que se firme una coalición con Inglaterra frente a Francia, que da lugar a la Guerra de la Convención, entre 1793 y 1795, que acabó con la firma del Tratado de Basilea, en la que España, en su derrota, no tuvo otro remedio de pasar a ser aliada de Francia, ¿no fue así? -pregunté mirando a Jaime.
-Así fue -asintió sorprendido.
-Como España pasó a ser alidada de Francia, no tuvo otro remedio que participar en la guerra contra Inglaterra -proseguí concentrada en la versión de la historia que conocía. - Pero, si la memoria no me falla, hace tan solo seis años que ha finalizado esta guerra, bastante desastrosa para la coalición franco-española, y por desgracia estamos a punto de entrar en otra confrontación de nuevo, sin embargo ahora contra Francia.
-¿Confrontación? ¿Contra Francia? -preguntó Jaime-. Napoleón dice que utiliza a España solo como paso hacia Portugal.
Jaime, en su nerviosismo, se levantó apresurado de su asiento y comenzó a caminar por la habitación dando grandes zancadas mientras explicaba lo que él sabía de primera mano. A pesar de creer conocer los acontecimientos que iba a relatar, me interesaba contrastar las diferentes informaciones que pudiéramos tener al respecto. Además, era un modo inequívoco de confirmar que la historia que yo había conocido era la misma que había rodeado a mi familia del siglo XIX y así no errar en ningún momento.
-Fue el año pasado cuando se firmó el Tratado de Fontainebleau. De este modo, Francia y España se unirán en la conquista conjunta de Portugal que, una vez invadido, será dividido en tres zonas -Jaime comenzó a enumerarlas-: el norte será para Carlos Luis de Parma, que es sobrino del heredero, de Fernando VII; la parte central será moneda de cambio para conseguir Gibraltar y la isla de Trinidad, que en este momento es de Inglaterra; y la zona sur será cedida a Manuel Godoy, que casualmente fue él que firmó el tratado..., y el que tomó la decisión de hacerlo.
Esto último lo comentó con una sonrisa enmascarada en cierta sorna. Según tenía entendido eran Godoy y la mujer de Carlos IV, la Reina María Luisa de Parma, quienes en realidad manejaban los entresijos del gobierno del monarca, haciendo y deshaciendo a su antojo. Y no solo en el tema político porque, según habladurías, su relación iba más allá del mero gobierno, llegando en algún momento a sospechar que el propio Fernando VII realmente era hijo de Manuel Godoy y no de quien decía ser, cosa que incomodaba al joven pretendiente, ya que Godoy y el futuro rey, al parecer, no se soportaban.
-Napoleón miente -afirmé con rotundidad-. Es el pretexto que utiliza para poder entrar con total libertad, sin embargo planea un ataque inminente. Ya hay rumores de ello, de hecho, Godoy ha trasladado a toda la familia real a Aranjuez, por si las cosas se ponen feas y tienen que huir a Sevilla, y de ahí a América, tal como ha hecho ya el rey de Portugal. Esta noticia ya está corriendo como la pólvora creando intranquilidad, y hoy mismo, 18 de marzo, desembocará en lo que se llamará el Motín de Aranjuez. Esta revuelta será alentada por los fernandistas, partidarios del hijo de Carlos IV al trono.
-Así que... Samuel tenía razón -murmuró pensativo.
-Tendrá lugar frente al palacio de Godoy, en Aranjuez. De hecho, es probable que las revueltas ya hayan comenzado -continué explicando lo que conocía sobre la historia-. Saquearán y quemarán todo lo que puedan y mañana mismo, 19 de marzo, provocarán la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo Fernando VII, así como el arresto de Godoy.
-¿Y de qué modo nos afectará esta circunstancia? -preguntó Jaime temiéndose lo peor.
-¿Hay algún miembro de la familia en Madrid? ¿De alguno que sospeches que pueda participar en el motín de Aranjuez? -pregunté esperando una respuesta afirmativa.
Jaime, con un semblante serio y preocupado, asistió solo con la cabeza.
-Sí, Samuel -contestó con un hilo de voz-. Es..., mi hijo, mi primogénito... -dijo con el temblor propio del que contiene su propio llanto.
-Tienes que mandar a alguien a por él de inmediato, puede verse afectado, puede que muera... -dije esto último lo más bajo que pude.
Jaime, inquieto, se disponía a salir de la habitación.
-Yo mismo iré -comentó decidido.
-¡No! -mi negativa, convertida en un grito, sonó más aterradora de lo que hubiera deseado.
Ambos me miraron atónitos.
- No..., no deberías ir a buscarlo tú -intenté explicarme con la mayor claridad que pude. -Si vas, no lo contarás, morirás en el camino.
Su cara era una mezcla de estupor e incredulidad. En mi empeño por que me creyera, le di todos los detalles que recordaba para convencerlo.
-Unos soldados franceses te abordarán para robarte, te enfrentarás a ellos y en la pelea te asesinarán.
No hizo falta más y, convencido, asintió con la cabeza.
-Está bien, mandaré a alguien para que vaya a buscarlo.
-Lo mejor es que también vaya un carruaje junto con el jinete, por si viniera herido. Por lo que sé, recibirá un disparo en la pierna durante las revueltas.
Jaime tragó saliva, asintió lo más entero que pudo y salió apresurado a dar la orden de traer de vuelta de Madrid al joven Samuel.
Engracia permaneció conmigo aún dentro del despacho de Jaime. Su semblante era serio y preocupado.
-¿Algo más? -preguntó temerosa.
Asistí con semblante no menos preocupada que la mujer.
-La niña -contesté intentando recordar el nombre de su nieta.
-¿Rosita? -Sus cejas se elevaron haciendo considerablemente más grandes sus ya de por sí expresivos ojos.
-Tifus -contesté-. A causa de los estragos de la guerra y las aguas infectadas, habrá una epidemia, ya que se trasmite a través de los piojos y las pulgas.
El rostro de la abuela se ensombreció aún más. Engracia, curandera de profesión y culta mujer de un médico, conocía todo sobre las dolencias y enfermedades más comunes hasta la fecha.
Poco más le podía decir, no sabía muy bien en qué consistía dicha enfermedad, solo que, si no ponían las medidas preventivas necesarias, la niña podría contraerla y morir.
Engracia dio un largo suspiro sin dejar de mirarme.
-¿Algo más? -volvió a preguntar resignada.
-Sí -musité queriendo acabar cuanto antes con la conversación-. Se trata de ti, Engracia. ¿Tenéis algún enemigo en la comarca que quiera quedarse con la casa y las tierras?
-Varios -contestó pensativa-. Sin embargo, hasta ahora no han supuesto ninguna amenaza.
-Quieren tu muerte -la informé sin rodeos.- La tuya y la de toda la familia, para quedarse con la casa, las tierras y las aguas subterráneas.
Engracia tragó saliva.
-Otra cosa más. -Esto último era de mi propia cosecha, sabía que el apellido había sido cambiado de Borau a Borao por el odio que suscitaría todo lo relacionado con el país vecino y el origen del apellido familiar-. El apellido, Borau proviene de un pueblo que se llama así, ¿verdad? cerca de la frontera con Francia, en los Pirineos ¿no es cierto?
-Sí -contestó Engracia lacónica sin saber si eso también podía suponer algún problema
-Lo tenéis que cambiar -ordené con firmeza.
-¿Qué lo cambiemos? -preguntó sorprendida.
-Si, por Borao. Si lo "españolizáis" a tiempo habrá menos posibilidades de que os tomen por afrancesados.
El semblante de Engracia dibujó unas pequeñas arrugas en el entrecejo, muy típico de mi familia cuando estamos concentrados, preocupados o ambas cosas a la vez. Me sorprendió que este gesto, que luego se convertía en arruga de expresión en todos los rostros maduros, ya mostrara todo su esplendor a comienzos del siglo XIX.
-Ya lo hacen -afirmó.
Un interrogante se dibujó en mi rostro.
-Ya nos toman por afrancesados: mi suegra era francesa, este mismo edificio lo construyó Antoine, un amigo de la familia de origen francés y durante mucho tiempo han frecuentado esta casa parientes y amistades de mi suegro provenientes de Francia, mucha gente sabe de las ideas progresistas de Jaime..., es algo que todo el mundo conoce -asintió sincera.
-Durante esta guerra que acaba de comenzar, el odio contra los franceses crecerá a cada minuto. Si es esta imagen la que estáis proyectando es probable acabéis muertos o en el exilio.
-Entiendo -murmuró pensativa.
Pasé todas las horas que restaban del día en el despacho de Jaime, explicando todo lo que sabía e intentando ayudar a que los desgraciados acontecimientos que se cernían sobre la familia, que en cierto modo también era la mía, no ocurrieran jamás. Me sentía como repasando un lienzo que, con el pasar de los años, su pintura se había diluido esperando otra oportunidad más alentadora que la que ya había tenido.
Por fin, salimos las dos mujeres del despacho. Engracia no soltaba mi brazo, lo agarraba con una fuerza sólida y cálida. A pesar de la brevedad de mi presencia, sabía que me había ganado su confianza y su simpatía, y quizás también su cariño.
-Puedes llamarme abuela Engracia -dijo por fin.
Asentí satisfecha, me gustaba la idea. Me recordaba tanto a mi propia abuela, que algo de ella sentía que vivía en nuestra predecesora ¿o algo de Engracia viviría en mi abuela Lucía? Después de todo, la mujer a la que me recordaba aún no había nacido.
Atravesamos el angosto corredor y bajamos las escaleras de caracol dirigiéndonos a la cocina. Las mujeres trajinaban indiferentes provocando los ruidos propios de una cocina del siglo XIX. Algo de familiar hallé en todo aquel alboroto de voces y cazuelas que me recordaban a lo que tantas veces había oído en la lejanía de las noches de mi tiempo. Ahora nadie los escucharía en junio de 2018.
Engracia me presentó como una sobrina lejana, con el mismo nombre, pero de apellido Borau, en vez de Borao que era como en realidad me apellidaba.
En el salón, por fin, conocí a Rosa y a Pedro, hijos de Jaime y nietos de la abuela Engracia. Me impresionó ver al pequeño del cual nacería yo misma casi doscientos años después y toda la estirpe de familiares contemporáneos a mí, a todos los que había conocido en mi tiempo.
El niño me saludó con un dulce beso en la mejilla y se ruborizó instantes después. Enseguida reconocí que, al igual que los miembros de nuestra familia, era tímido e introvertido. Rosita, una muchacha de unos dieciséis años, se levantó al instante, dejó el libro que se encontraba leyendo y me saludó con una breve reverencia. Yo había imaginado que era más joven, quizás influenciada por el cuadro que había visto del retrato familiar en la que aparecía mucho más niña.
La cena trascurrió con normalidad y nos retiramos pronto a dormir con la inquietud centrada en el único familiar que se encontraba lejos de la casa, a merced de los acontecimientos que pronto sucederían.